Con el paso de los años, la vida se nos va llenando de esos secretos de lo que no conviene; los mismos que la vergüenza oculta.
Aquellos a los que la edad todavía no ha logrado matar los guardamos celosamente. Una esquela es la tarjeta de crédito necesaria para deshacerse de ellos.
El tiempo es lo único que consigue robar a la muerte esta penuria de cuerpos derribados, como estatuas caídas, estos que nunca han logrado esconder del todo las heridas que los llevaran a su destrucción.
Todo lo que queda escrito en los renglones de la existencia es la fatiga de la conciencia intentando acomodarse a la vida que se lleva, por eso nunca perderemos nuestro propio rastro. Se deja, se olvida, se abandona, pero no se pierde del todo. Es como un vicio del que te liberas pero no te curas, como si nos hubiéramos creado una adicción a nuestro modo de ser.
La conciencia se nos llena de una culpa que tratamos de aparcar en la inopia o el limbo, donde el recuerdo no tiene el mínimo valor, pero la sospecha de su regreso (siempre improcedente), no deja de alertarnos.
Soy un pecador complicado. Conforme avanza la edad se van minando todas mis esperanzas de redención, y esto me produce una alteración amarga, equivalente a la del alcohol pero mucho más transitoria, como un decaimiento en un proceso febril o el roce de la arena en la piel cuando resbala con terrible aspereza.
A viejo nadie llega sin culpa, me dijo una vez un amigo, y tu serás un muerto con poco peso especifico.
Será cuestión de asumir esta irrelevancia hasta en el más allá y no dedicar esta vida a otro entretenimiento que el de echarse a perder.
A veces ya no hay razón.