Dormir con la ventana abierta me ha concedido uno de los más extraños regalos.
Esta mañana, tras ver como el aliento se cuajaba en el aire helado de la habitación, me he quedado disfrutando del dulce calor de las sábanas y he cerrado los ojos una y otra vez buscando este modesto bienestar que me ofrecía la cama caldeada.
El frío, como enemigo incomodo, humillaba toda piel desguarnecida y yo me ovillaba hacia adentro en ese minúsculo territorio que limita mi contorno para sentir de nuevo el intenso placer de lo absurdo.
Ahora la ventana está cerrada, la cama deshecha el café caliente y las calles todavía heladas, esperando afuera.