El oficio de pensar ha llegado a convertirse en un vicio del que no me puedo desprender. Me he convertido en un ser dependiente, en un penitente sufridor agobiado por la interminable presencia de ideas que fluyen como un río desbocado. Ideas que se superponen unas a otras hasta el infinito. Todas tienen la misma relevancia, y magnitud, todas prevalecen durante el mismo tiempo y no puedo obviar o descartar ninguna.
Pensamientos absolutos que parecen surgidos de la nada, pero haciendo un pequeño examen con algo de detenimiento y rigor, me doy cuenta que todos están enmarcados en límites muy estrechos.
La creatividad del cerebro se reduce simplemente a mezclar, trasponer, aumentar o disminuir todo aquello que los sentidos o la experiencia le suministra. Lo que nunca he llegado a comprender es qué puede mantener la atención fija en todos los pensamientos a la misma vez y los maneja con tan pasmosa facilidad.
Solo he encontrado un único sosiego, un remanso de paz, un único momento en que mi mente se queda en blanco, es cuando la velocidad aumenta, las curvas se cierran, la moto se tumba y se encienden todas las alarmas, es entonces cuando la adrenalina se dispara y me vacío por dentro como si mi espíritu me abandonara dejando mi cuerpo a merced de los instintos.
Ahora que ya soy viejo, cada vez me cuesta más ceder ante la llamada de ese instinto. Será que después de todos aquellos avatares que me reclamó la vida y a sabiendas de que ya está certificada su ruina lo más sensato es recobrar de una vez por todas y para siempre, el sueño, donde somos mas libres y mas inocentes.
Será por ese anhelo de soñar que cuando me monto en la moto, lo hago de manera improvisada sin método alguno, sin resolver ni siquiera mi destino.
He de reconocer que a mi regreso siempre me sorprendo. Lo encuentro todo ordenado y extraño, me asombro incluso hasta con las arrugas de las cortinas cuando en realidad, nada ha cambiado tan solo el viajero que retorna de ese lugar donde reina la incertidumbre y el riesgo de no volver.