Hace tiempo dejé de creer en las hadas, en los dioses y en los cuentos chinos.
No supongo, auguro o presagio futuros pendientes, tampoco comento presentes de barro ni soy el relator de los pasados perdidos. Solamente, relativizo o aplaudo perdidas o ganancias que acompañan al devenir o provienen de lo acontecido.
Todos los calendarios colgados de mis paredes, misteriosamente, están equivocados.
Tanto la videncia como la evidencia me producen estrés y también un malestar similar al que se siente al despertar junto a la madre de todas las resacas diciendo que no habrá un mañana.
Las luces no me inspiran confianza tampoco. Hasta los más iluminados se han equivocado alguna vez y,... no,... yo no soy el que vino hasta aquí a perdonar errores.
No, no perdono ni a propios ni a extraños. Exijo la perfección, las buenas maneras, el renglón derecho y las cuentas sin tachones.
Evidentemente temo al tiempo y a su naturaleza etérea y difusa contra la que nada puedo. Sin embargo lucho por conservar lo que me dieron todos esos años que pasaron sin ton ni son.
Me gusta guardar los sonidos del agua, el de las hojas al caer, las fotografía de aquellas sonrisas perdidas o robadas.
También guardo el barro de los zapatos y las lunas de algunas noches que no merecían terminar, las fiestas de guardar no las guardo ni las calabazas que nunca se hicieron carrozas, Esas tampoco.
A veces cuento cuentos que suenan lejanos y a veces me entretengo en subir peldaños que no llegan a ningún sitio. Los subo de uno en uno para bajarlos de dos en dos.
Con todo esto, resulta que al final, no vine aquí para ser un vivo simplón, ni un muerto complicado.