sábado, 6 de diciembre de 2014

Plaza del Caño



Cuando era niño, me entretenía con el misterio de ese fluir inagotable del agua por el caño de la plaza de mi pueblo.
Era una bonita fuente de piedra, tal vez granito, con un gran pilón donde bebía el ganado.

Tenía un solo chorro que manaba día y noche. Salía el agua por un tubo metálico, sin otra particularidad que la de su color pardusco en la parte inferior y plateado brillante en su parte superior. Esto era debido, sin duda, al desgaste por manoseo de todo aquel que se apoyaba para beber,

En ese caño, me pasaba el largos ratos observando como el agua, se marchaba por el sumidero, sin que nadie lo pudiera evitar.
Ese agua -pensaba-, volvería al río, del río al mar, del mar a la nube, de la nube al río y del río al caño.
Por aquel entonces aquello era algo que me parecía extraño, pero inevitablemente eterno.


Ahora la fuente ha desaparecido, el vacío ocupó su sitio. Solo queda allí un triste y engañoso cartel que pone: "plaza del caño".
Se desvanecieron algunos sueños, y también el caño y el ganado. En su lugar solo dejaron una mentira.

Con el tiempo, se fue también esa ingenuidad que entonces engañaba a este niño hablándole de la perpetuidad de la piedra y del agua

Ahora ya sé que todo en esta vida es perecedero y fugaz.

Los años, las arrugas y el abatimiento por este luchar para nada, han quebrado el candor de esta vieja inocencia.
Hay en su lugar, un enorme agobio al observar como el fluir de esta vida se esta agotando y su mayor parte se ha ido marchando, igual que el agua del caño, por el sumidero del tiempo, pero con la certidumbre de que habrá servido para muy poco.

Solo quedará, como en la plaza, un cartel o un epitafio,  donde realmente ya no habrá nada.