El pecado de vivir una vida provisional es el que más me aflige,
Nunca fui de esos hombres que pasan los días sentados frente a la lumbre esperando ansiosos cumplir con las rutinas del domingo y gastan sus noches velando por el sosiego de un sillón de cuero, hombres que al final son como sombras en la oscuridad.
Hace ya demasiado tiempo que vivo dispersando mi existencia entre lugares donde ya nadie da consuelo a la pena, ni hay paseos sin soledad, donde no quedan tormentas pasajeras ni miradas furtivas. Una vida en esencia provisional que espera (ya con prisa) el cambio a otra que seguirá siendo de transición o de paso.
Vivo en casas que no son hogar, duermo en camas que siempre están llenas de ausencias y desidia. Camas que tienen sabanas duras del color de la penitencia. Paso por esta vida a sabiendas de que mi tarea consiste en ser un hombre pasajero y eventual.
Todo lo que soy va quedando guardado en la lejanía de las distancias y en los tiempos cada vez más remotos.
La familia se conforma con su abandono relativo, con su orfandad indefinida, con su estado de viudedad interina. Mientras en esta cabeza ronda siempre una duda permanente que cada día me martiriza un poco con la sospecha de distintos argumentos, tal vez mejores, para esta única historia.
El tiempo que todo lo acomoda, nos sobrepasa llegando hasta la lágrima cuando entierra este lastre de metamorfosis en una transición única y final, que nos obliga a abandonar lo que de cualquier manera siempre fue provisional para convertirnos en seres definitivos y absolutos como cuando eramos nada.
