Tan solo un saludo, simplemente levanto la mano desde lejos y hago una pequeña mueca de aprobación. Sigo siendo demasiado tímido. He dejado la puerta abierta y me fascina que alguien entre a husmear a casa, me irrita el atrevimiento, sin embargo esto es público y si lo puse o expuse aquí no es sino para vencer mi terca soledad interior.
Sea pues. Se bienvenido.
Al emprender cada viaje, el viajero siente cierto desasosiego, esta especie de miedo se sufre siempre, incluso aún antes de la primer vez que se viaja, se atisba aunque no se llega a creer del todo, que no existen los regresos.
Por instinto, sabe que todo sucumbe ante la perversidad del tiempo y de la distancia, por eso, al traspasar el primer horizonte se reafirma en él esa sospecha de que nunca volverá sobre los pasos andados, o el tiempo pasado.
Los viajeros están sometidos a una continua metamorfosis al igual que los lugares o los caminos por donde pasan. Todo, en su conjunto, tiene como peculiaridad, la transformación. Lo único que permanece invariable es esa capa de polvo que se encarga de cubrir los recuerdos y llenarlos de niebla.
Poco a poco, por los caminos, vamos perdiendo u olvidando parte de nuestras vidas, aquí hay que distinguir las diferencias que separan a esos dos términos, ya que lo perdido tiene la posibilidad del encuentro, mientras que lo olvidado no tiene siquiera el alivio de la búsqueda. Lo que se olvida, no tiene entraña ni sazón, ni entidad ni nombre, ni fecha, ni más dato o causa que la del abandono y el desdeño.
El Viaje, sin duda, produce un gran desapego y frialdad y esto a su vez, genera en el viajero una gran serenidad ante las perdidas da igual que se trate de personas, causas, lugares o sentimientos. Porque el viajero nace y muere cada día en un lugar diferente y su paso, nunca deja huellas profundas. Sus marcas son livianas y efímeras, sus pisadas desaparecen de los caminos y sus huellas se borran de las memorias al soplar del primer aire.
Una vez sabido esto, los viajes son todos muy parecidos entre sí, hay un momento de desaliento en cada partida, abnegación, sacrificio y consuelo durante la marcha y alguna fascinación y entusiasmo (cada vez menor) al alcanzar la meta.
El placer del viajero es marchar sin nada, porque nunca tuvo nada ni quiso nada. Afronta la vida como un continuo morir y por eso el transito entre vida o muerte se perfila como la línea de otro horizonte. La vida es un viaje sin dependencia del destino, o del camino que se siga. porque solo el caos y sus infinitas mariposas quizás sepan donde estamos, pero les aseguro que nadie sabe hacia donde vamos.