lunes, 21 de marzo de 2016

Sinfonías incompletas.



Notas perdidas de alguna sinfonía incompleta,
luces que un día salimos a buscar,
jardines donde ya no pasaremos noches de luna
con damas de intangible presencia.

Palabras envueltas en papeles de seda
que igual que cadenas nos atan al suelo de los mortales
hasta llegar al eslabón perdido del amor
que más nos ata.

Calles que creemos conocer
y nos llevan más allá de pasadas fragancias
y cualesquiera que sean esas casas a las que regresamos
donde siempre llegamos demasiado tarde para ser reconocidos,
como en el viejo espejo en que nos reflejemos
ya no nos vemos hasta que le damos la espalda.

Llegamos a esas encrucijadas del olvido
buscando las notas del recuerdo
que pertenecen a esa sinfonía incompleta,
hasta que el polvo cubre las huellas del camino
hasta que la sombra de los días se ha ido
y la esperanza de encontrar el paraíso
se esconda en el propio olvido.

La noche no traerá más misterio,
la soledad se precipitará por el abismo
de no se sabe donde
y aparece la tristeza con su frío
cuando la nada crece en las macetas,
y se esconde en los rincones.


sábado, 19 de marzo de 2016

Mi primer pecado


Dicen que la maldad se cobija en el refugio de la taberna, y hoy este viejo bar alemán donde me he refugiado de esta fría y tediosa tarde, la maldad ha venido a mí en forma de recuerdo.
La barra de madera pulida a base de balletazos, la estantería repleta de botellas algunas aún sin estrenar y otras medio vacías, todas botellas viejas, sucias por el polvo y la mugre,  pero no antiguas. Despertaron sensaciones muy similares a las que sentía cuando era niño y entraba a la taberna de mi pueblo, en la que desde bien pequeño mi abuelo solía convidarme a "un tintogas" en cuanto me veía. 

Al entrar en ese bar, el olor a alcohol rancio y a humo antiguo evocaron la atmósfera que se respiraba en esa taberna de mi pequeño pueblo. La oscuridad en la que se sumía el local,  me indujo a imaginar en aquel páramo de soledad alemán, el bullicio y las voces que daban los hombres jugando la partida en mi pequeño pueblo. Fuera de la luz del local, no sé que endebles nexos de conexión se crearon en mi recuerdo pero inconscientemente me trasladé a otro tiempo al acordarme de un primo con el que compartí algunas vivencias de mi infancia. 
La precoz calva del camarero o simplemente el gesto de agrado que expresaba su rostro al degustar la bebida hicieron que los recuerdos se apelotonaran ,haciendo explotar el presente transformando mi estancia frente a la barra de ese bar, en un viaje remoto en la distancia y en el tiempo.

La ley del recuerdo dice que tanto el tiempo como nosotros estamos hechos de instantes fugitivos excepto algunos que quedan marcados a fuego en la memoria, como este instante que ahora revivo, ocurrido en esa distancia tan antigua que es la infancia junto a este primo que ha sido evocado por el calvo de la barra.

Mi primo solo me saca unos meses, aunque por la inclemente vida que se llevaba entonces en los pueblos, aparentaba ser bastante más mayor, por aquella época andaría rondando los diez o tal vez once años,
A mí, que solo venía de vacaciones al pueblo, me apreciaba en su justa medida. Tenía que cargar conmigo a todas horas y llevarme todas partes con él, daba igual que fuese a las vacas, a buscar nidos, pescar o cuando se juntaba con sus amigos a echar un cigarro detrás de los viejos muros de pizarra que tapaban los huertos.

En aquellos tiempos, los chicos empezaban a fumar pronto y en uno de esos momentos de vicio, para evitar que me chivara, me obligaron a compartir su cancerígeno pecado exigiendo que diera unas caladas de ese cigarro que se estaban fumando con tanta devoción y  compartir aquella culpa por la que nos escondíamos.
El  primer cigarro (peninsulares se llamaba)  no fue suficiente para generar la confianza necesaria. Se percataron de que no me había tragado el humo, encendieron otro que me ofrecieron alentándome para que como los hombres fumara de verdad y hasta adentro.
Bien es cierto, que no pensaba defraudarles a la hora de mostrar mi lealtad y mi hombría. A esos años, las emociones están poco definidas o si se prefiere son contradictorias, donde no había una conciencia cabal y tampoco se buscaban justificaciones. 
Hice un gran esfuerzo para que el humo se metiera en mis pulmones todavía vírgenes, lo que provocó una repentina nausea y un ataque de tos que me hizo quedar como un flojo y se desataron las risas de esos muchachos que ya habían dejado de toser hace bastante tiempo.
A pesar del mal rato que pasé, el pacto aquel día, quedó sellado.


Mi primer castigo

Ahora, busco y siento el paquete de tabaco en el interior de la chaqueta, instintivamente toco el bolsillo del pantalón y descubro ahí el mechero. Salgo a la calle y me enciendo un cigarro, echo una primera bocanada de un humo espeso que se va disolviendo en el cielo alemán. gris, sucio, sin matices. Miro el humo que exhalo y me pregunto si ese humo se estará llevando los recuerdos de mi primer cigarro. La memoria se dispersa, como el humo, pero hay chispas que nunca llegan a extinguirse del todo cuando prenden son imposibles de apagar.


En el mismo instante en que entré por la puerta de casa de mis abuelos, mi madre, no sé cómo, supo que había fumado, se acercó y prácticamente me metió la nariz en la boca.
Sin perder un instante empezó a llamar a voces a mi padre diciendo: "Paco, mira a ver que este tonto ha fumado".
Mi padre (que también fumaba) enseguida supo lo que hacer.
Me miró detenidamente sin decir nada, como meditando la decisión a tomar. No sé de donde, sacó un puro de alguna boda antigua, un puro que seguramente tenía reservado para alguna ocasión especial y esta, sin duda que lo era. Me lo puso en la boca y arrimando el mechero para que lo encendiera decía: -Chupa.
-Vamos, chupa, que todavía te queda un rato-, decía cuando veía en mi algún desanimo.

Mientras estaba sentado con el puro en la boca dando tremendas arcadas, mi padre parecía disfrutar satisfecho. Riéndose me decía: Después si quieres, te fumas otro.

Mi madre, mientras tanto, iba y venía despotricando del pueblo y de esas mentes estrechas e indocumentadas que vivían allí. En cierta manera me exculpaba haciendo recaer la culpa en mi primo que para ella no era más que un garrulo, un bestia como todos los del pueblo.

Un tiempo inacabable el que permanecí sentado en la cocina pidiendo clemencia frente a una lumbre donde los troncos se quemaban más aprisa que ese interminable puro. Creo que desde ese día no he sido capaz de fumar ninguno más.

Lógicamente mi primo también fue castigado, pero lo suyo no fue un castigo merecido, por llamarlo de alguna manera podríamos decir que fue un castigo solidario. 
Su penitencia se pensó con la naturalidad que dan las cosas simples, fue un castigo de poca monta, más bien amistoso. En el pueblo tanto fumar como beber eran virtudes que estaban unidas al género masculino.
Mi abuelo, según el explicaba, no entendía que a mi primo le castigaran por mi culpa, porque fue a mi y no a él al que pillaron. 
Nos dijo que según su experiencia, el dolor y el escarnio  son siempre más generosos que la dicha, que las cosas malas perduran y se reparten con mucha mayor prodigalidad y que no se sabe cuál es la desgracia que iguala a algunas personas para hacerlas herederas de la mala suerte.
Él siempre hablaba imprimiendo mucho misterio a todo lo que decía  y  aunque en la mayoría de las ocasiones no le llegaba a entender, ese día supe que lo que decía tenía cierto fundamento.


En el pueblo siempre se hacían las cosas de otra manera, todo se hablaba y meditaba y previamente, así que por la tarde sentados delante de la lumbre con mi abuelo, mis padres y mis tíos decidieron que para expiar las culpas tendríamos que hacer alguna cosa de provecho, que no se olvidara, que sirviera de ejemplo y si fuera posible nos hiciera participes de alguna virtud donde aprender algo. Sin embargo,  yo estaba firmemente convencido que lo que pasaba es que mi tío no tenía puros o que no los quería malgastar con mi primo. 

Mi tío era un hombre que no presumía de ser inquilino del santoral, dispuso que lo mejor sería buscar alguna ocupación para los domingos que eran días de más hastío porque no se trabajaba. Lo más sensato para él sería encontrarnos una ocupación aunque fuera en algún sitio al que tuviésemos que ir de buena fe. 

Hablaron con el cura para que dispusiera de nosotros los domingos al completo y a sugerencia del cura, también el resto de la semana para los Rosarios, Vísperas y Horas Santas  que se celebraban a diario después de las seis de la tarde.

El cura, que en aquella época era Don Julián, se propuso enredarnos todo lo que se pudiera, bien fuera ayudar en la misa como monaguillos, tocar las campanas llamando a los oficios, limpiar la iglesia, o incluso a deshoras, acompañarle a hacer algún servicio religioso que en aquella época no eran muchos, de vez en cuando alguna extremaunción y poco más.



Mi primer disfraz.

Y ahora me saca de mis pensamientos el camarero que me pregunta algo en perfecto alemán que no entiendo, en cualquier caso y a sabiendas de que mis conversaciones con los camareros son siempre las mismas, le pido aine Dunkel Waissen que es casi lo único que se decir en alemán.
El bar sigue tan vacío como antes de mi embelesamiento. La simetría de algunos lugares subsiste  por la desolación de lo que el tiempo ha despojado, desolación que a veces se parece demasiado al desconsuelo. Nadie ha entrado y tampoco nadie ha salido ni del bar, ni de este recuerdo que ahora me entretiene.

El calvo que se parece a mi primo sigue en su sitio y ahora, me mira con cierto interés, debe ser porque he dejado la mirada perdida en su dirección mientras rememoraba esos tiempos que justamente él me trajo a la cabeza.
No tengo una noción certera del tiempo que llevo aquí,  pero si el tiempo es relativo a más de uno este rato le habrá parecido una eternidad. La eternidad es lo que menos me interesa, solo a los espíritus pusilánimes y gregarios les puede interesar un coñazo tan largo.

El primer día como monaguillo no fue tan malo. Todo se hizo de manera muy solemne a pesar de que los rituales no se cumplieron totalmente.
Tuvimos que hacer una especie de examen y a a todo lo que nos preguntaba el cura teníamos que empezar respondiendo "introibo ad altare Dei". Por supuesto que no sabía lo que significaba pero eso es lo que teníamos que decir antes de contestar, como si ese particular dicho en latín diera la ambigüedad suficiente a cualquier respuesta para convertirla en correcta.
Don Julián nos decía que el trabajo de monaguillo no era cualquier cosa, primero tendríamos que comprometer nuestra Fe para servir en los servicios de la iglesia. Nos trajo unos hábitos que un día fueron blancos y olían a polvo de armario a olvido y a naftalina y unos ropones, que era otro tipo de hábito más basto de color pardo que él decía que era para utilizar fuera de la iglesia, en procesiones, viáticos y cosas así.

Nos pusimos aquello a la vez que el cura nos felicitaba diciendo que ese ejemplar oficio de monaguillo, formaría parte de nuestra experiencia y nos pidió que a partir de ahora y ayudados por el fervor y la responsabilidad de cargar con aquellos hábitos y ropones, continuáramos siempre por el camino correcto.
- Dios hizo al hombre menguado de entendimiento y corto de habilidad si con los animales lo comparamos.- nos decía- vosotros desde hoy estáis santificados con estos hábitos lo que os diferencia tanto de la mayoría de los hombres, como de los animales.

Ese pequeño sermón hizo que me sintiera orgulloso portando aquel atuendo y aquel terrible olor al que nunca acabaría de acostumbrarme.

Mi abuelo que había venido a acompañarnos, se quedó sentado en uno de los primeros bancos de la iglesia hasta que por fin salimos de la sacristía. No nos dijo nada pero ya de camino a casa le oí comentar entre dientes: La mayor desgracia es este limbo en el que viven los inocentes. ¡Cuánto más vale un santo pendón que un tonto santificado!
Entonces, como solía pasar, tampoco entendí bien aquella soflama viniendo de un hombre que por aquel entonces era mayordomo de la virgen.



Llegado el Domingo, la misa se celebraba a las doce así que a las once ya estábamos en la iglesia con nuestros hábitos de monaguillo puestos, haciendo lo que nos iba mandando el cura, encender cirios a la entrada del presbítero, colocar con sumo cuidado y en su orden correspondiente, los tres manteles de lino que cubrían el altar. El crucifijo colocado exactamente en el centro del mismo y los cuatro candelabros con perfecta simetría, las sacras, el atril, y lo más importante para nosotros, la mesita que el cura llamaba credencia, Allí se había que poner todo lo que necesitaríamos para la celebración, las vinajeras, la campanilla, el manutergio, el platillo de comunión, una palmatoria con su cirio, el famoso Copón, el pabellón de seda para cubrirlo, las cerillas de encender los cirios y las cestas de pedir.
El  cura nos dio las últimas instrucciones haciendo hincapié la la hora de pasar el cepillo agitándolo bien para que sonara y que fijándonos en quien echaba y quien no.

Subí al campanario para hacer sonar por primera vez las campanas,  Desde allí arriba se veía el pueblo apiñado bajo la iglesia, con sus callejuelas estrechas, sus tejados rojos ennegrecidos por el de musgo y el hollín con esas chimeneas enormes siempre humeando con desigual interés. Las paredes negras de pizarra, parecían enmarcar diminutas ventanas blanqueadas con cal. Algún perro ladraba molesto por el repique de la campana. A la gente se la adivinaba dentro de las casas vistiéndose de domingo pacientemente, quizás incluso recreándose en la desgana, lustrando los zapatos los hombres y las mujeres recogiéndose el pelo en moños de firmeza inmaculada buscando algunos pendientes más vistoso y engalanando su mejor saya. Es cierto que me sentí importante tirando de aquella maroma llamando a misa desde lo alto de ese campanario donde yo era el único solista al son del que todo bailaba.



Mi primera vocación



Ahora desde la lejanía del tiempo, se queda uno pensando en lo que este tránsito de vivir acaba dando de sí, lo que antes era mucho, ahora es nada lo mismo que sucederá con lo que ahora en nuestra vida pueda significar algo que seguramente, mañana quedará en casi nada, pero que sería vivir sin ese trasiego que procura el viaje. Tal vez por eso sigo enamorándome de los caminos a pesar de que en ellos resida mi mayor tragedia.

De la nada a la nada, cuando pienso esto me recorre un extraño escalofrío al ver todo el tiempo malgastado en preocupaciones y desvelos que solo sirvieron para añadir arrugas y canas. 
Viviríamos de otra manera si supiéramos que la mayoría del tiempo uno permanece estático y desconocido, como si fuera un figurante en la difusa vida de otros figurantes.

La cerveza acaba de llegar. Inconscientemente me fijo en su espuma y me doy cuenta que era del mismo color blanco amarillento del hábito que Don Julián me ofreció el primer día en la sacristía de la iglesia y la cerveza también tiene el mismo color pardusco de los ropones.
Que misterio es el que hilvana aquellas vivencias con este tiempo cosas tan dispares como unas ropas de monaguillo y una cerveza alemana.

Veo como todas las burbujas van a morir siempre a la espuma y pienso que todo lo vivido como una burbuja, queda  relativizado y pulido por el tiempo, la espuma, sin otra particularidad que la de la transformación de aquellas inquietudes y angustias en un inocuo y rancio recuerdo tan cómico como intrascendente.
De la nada, a la nada. Morirse tanto, para al final morirse.

Al bajar del campanario me encontré con mi peor pesadilla, Pitin y Cesar los dos pastores de los cojos que tenían como mote "los bichos", eran los chavales más malos del pueblo. 
Eran dos o tres años más mayores que yo pero según decía mi abuelo, estaban encanijados por la maldad que tenían dentro, que no los había dejado crecer. Eran hermanos, hijos de una de las familias más pobres del pueblo, no fueron a la escuela, todo lo que sabían lo habían aprendido del campo y de las ovejas, por eso tiraban las piedras como nadie y sus silbidos se oían por encima de cualquier esquila.
Fumaban sin esconderse  y a los chicos del pueblo no les inspiraban demasiada confianza y en mi caso sentía pánico cada vez que me los cruzaba. Normalmente acabábamos a pedradas simplemente porque a ellos les divertía ver como corría “el de la capital”.

Aquel día sin que yo me lo esperara, aparecieron tras la pared del campanario, empecé a correr, pero como le sucede al pájaro medroso, en mi huida escogí la rama menos apropiada, enseguida me engancharon. 
Me sujetaban  por el hábito y empezaron con insultos de poca monta mientras me sacudían algunos pescozones esperando alguna reacción por mi parte para aplicarse entonces con golpes más contundentes.
Justo a tiempo, sonó la imperiosa voz de D. Julián:
-Venid, pasad aquí, malos cristianos, bien se os ve que sois pecadores acreditados. Seguro necesitaréis vaciar esa conciencia tan negra. Ya deberíais saber que toda la vergüenza hay que sentirla antes de los malos actos.

Suspiré aliviado y entre corriendo a la sacristía donde estaba mi primo preparando los manteles y demás achiperres para la misa. Nos asomamos temerosos de ser vistos por la puerta de la sacristía  a ver que pasaba.
En el primer confesionario, los tenía D. Julian,  arrodillados mientras los cogía de las orejas y con voz solemne de contundencia inusitada les decía:
“Esos granos no engañan, vais a limpiar la conciencia”.
La profundidad de su voz se empezó a transformar en violencia hasta que la voz del cura tronó airada:
-Ese vicio nefando, ese y no otro, es el que llena de inmundicia y sarpullidos, no lo hay peor.
El cura se levantó y con las dos manos en sendas orejas de los muchachos, los obligó a santiguarse mientras tiraba de ellas hacia arriba hasta que quedaron los dos en puntillas.

-Así los quiere Dios –gritaba- dándole un buen tortazo a cada uno y quitaros de ese vicio porque se os va a envenenar la sangre y pudrir la piel como a leprosos.

Nunca había visto a nadie soltar un tortazo con tanta solvencia y maestría. Tan elocuente liturgia, despertó en mis deseos de hacerme clérigo aunque solo fuera para repartir guantazos como aquellos. 

Como decía, pasé algún tiempo pensando en los seminarios, en los curas, en la buena conciencia y la salvación de las almas perdidas. Quería hacer méritos para llevar una vida ejemplar sin más castigos, procurando además de mantenerme alejado del pecado, salvar del diablo a todo pecador.

Una de esas tardes aburridas al terminar el cansino rosario donde teníamos asistencia obligatoria por la prerrogativa del castigo, decidimos hacer algo que agradaría al párroco, a dios a la virgen y a toda la corte celestial.

Llenamos una botella con agua bendita, cogimos el Copón con las hostias consagradas y con el hábito puesto y una inquebrantable determinación, salimos de la iglesia, dispuestos a abrirles las puertas del paraíso a cuanto inocente nos encontrásemos. La propuesta era tan sencilla como administrar bautismo y comunión a todo perro, gato, gallina, o cualquier otra clase de animal o bicho que se cruzase en nuestro camino.

El primero en recibir los sanos sacramentos fue Cícero, el perro de mi abuelo, la comunión le supo a poco y sin solemnidad ninguna nos acompañó el resto de la tarde insistiendo tozudamente para comulgar alguna vez más.

Continuamos bautizando y dando comuniones a todos los perros que nos íbamos encontrando. Llegamos a tener diez o doce chuchos siguiéndonos por todo el pueblo, en un momento llegué a pensar que bien podría ser nuestros apóstoles. 
Mi primo, que no le echaba tanta imaginación, insistía en echarlos porque, según él decía, los gatos también tenían derecho a la salvación y con tanto chucho alrededor, difícil iba a ser que se nos arrimara alguno.
Santificamos un par de burros, otras tres o cuatro vacas y un montón de gallinas, aunque estas últimas no tengo la absoluta certeza de que la comunión quedara plenamente legalizada ya que no se dejaban bautizar con la liturgia debida y nos limitamos a utilizar la botella como si de un hisopo se tratara y mientras la sacudíamos esparciendo el agua bendita a diestro y siniestro, decíamos las palabras sagradas "yo te bautizo en el nombre del padre del hijo y del espíritu santo".
Suena un móvil que me saca de mi letargo, no es el mío, es el teléfono del camarero calvo que inmediatamente contesta con gran estrépito. 
Como ve que le miro y que ya he salido del ensimismamiento aprovecha para preguntarme si quiero otra cerveza.
Al mirar por la ventana veo que ha dejado de llover pero ya está oscureciendo.

Cuando empezaba a oscurecer y de camino a la iglesia nos encontramos con un par de viejas que de forma muy reverente se persignaron al pasar  a nuestro lado. En aquel momento, interpreté que lo hacían en señal de respeto a nuestro nuevo estatus de monaguillo, una muestra de reconocimiento y consideración.
Aún seguían con nosotros unos cuantos perros que como escoltas nos acompañaban sin apartar la mirada del Santo Copón.

Poco antes de llegar a la iglesia en la puerta de la taberna de la mezquita encontramos a D. Julián charlando de forma jovial y animosa con un grupo de hombres. 

Con la precipitación que requieren las buenas noticias, convencidos de que nuestro acto de evangelización sería poco menos que un mérito a tener en cuenta en caso de que algún día se propusiera nuestra beatificación, con esa excitación que suscita en el niño la previsible recompensa, nos apresuramos a enseñarle el Copón casi vacío mientras le decía:
-Padre, mañana consagramos más Formas que ya casi las hemos terminado
Nada más acabar de decir esto, me di cuenta que los perros recelosos y prevenidos se mantenían a una distancia más que prudente. Mi primo que era más listo que yo, se había quedado con los perros cuando volví a mirar a D. Julián me cruzó la cara con un guantazo que hizo saltar el santo Copón de mis manos.
Cuando cayó al suelo sonó a lata mala y las pocas Hostias que había dentro se quedaron por allí desparramadas.
Oía un pitido terrible y sentí un abrasador picor que abarcaba en su totalidad mi mejilla izquierda.
Creo que me estaba levantando del suelo sin saber muy bien que había pasado cuando vi a mi primo con todos los perros corriendo como alma que se lleva el diablo. Supe en ese momento que yo no estaba hecho para la sublimación. 

Más laureles y nuevo reconocimiento estaban a punto de llegar en forma de segundo guantazo cuando me acordé de otra lapidaria frase que decía mi abuelo acerca de las huídas “Es más difícil vivir que correr”.


No sé cuántos días tuve la marca de la mano de D. Julian en la mejilla, lo que sí sé con certeza es que aún hoy día me pita el oído al oír su nombre e instintivamente me llevo la mano a la cara para reprimir el escozor que produce ese recuerdo. Desde ese día no volví a pisar la iglesia del pueblo, y gracias a las sabias palabras de mi abuelo acabé haciéndome corredor de gran fondo.