Dicen
que la maldad se cobija en el refugio de la taberna, y hoy este viejo bar
alemán donde me he refugiado de esta fría y tediosa tarde, la maldad ha venido
a mí en forma de recuerdo.
La
barra de madera pulida a base de balletazos, la estantería repleta de
botellas algunas aún sin estrenar y otras medio vacías, todas
botellas viejas, sucias por el polvo y la mugre, pero no antiguas.
Despertaron sensaciones muy similares a las que sentía cuando era niño y
entraba a la taberna de mi pueblo, en la que desde bien pequeño mi abuelo solía
convidarme a "un tintogas" en cuanto me veía.
Al
entrar en ese bar, el olor a alcohol rancio y a humo antiguo evocaron la
atmósfera que se respiraba en esa taberna de mi pequeño pueblo. La
oscuridad en la que se sumía el local, me indujo a imaginar en aquel
páramo de soledad alemán, el bullicio y las voces que daban los hombres jugando
la partida en mi pequeño pueblo. Fuera de la luz del local, no sé que endebles
nexos de conexión se crearon en mi recuerdo pero inconscientemente me trasladé
a otro tiempo al acordarme de un primo con el que compartí algunas
vivencias de mi infancia.
La
precoz calva del camarero o simplemente el gesto de agrado que expresaba su
rostro al degustar la bebida hicieron que los recuerdos se apelotonaran
,haciendo explotar el presente transformando mi estancia frente a la barra
de ese bar, en un viaje remoto en la distancia y en el tiempo.
La
ley del recuerdo dice que tanto el tiempo como nosotros estamos hechos de
instantes fugitivos excepto algunos que quedan marcados a fuego en la memoria,
como este instante que ahora revivo, ocurrido en esa distancia tan antigua que
es la infancia junto a este primo que ha sido evocado por el calvo de la barra.
Mi
primo solo me saca unos meses, aunque por la inclemente vida que se
llevaba entonces en los pueblos, aparentaba ser bastante más mayor, por aquella
época andaría rondando los diez o tal vez once años,
A
mí, que solo venía de vacaciones al pueblo, me apreciaba en su justa medida.
Tenía que cargar conmigo a todas horas y llevarme todas partes con él, daba
igual que fuese a las vacas, a buscar nidos, pescar o cuando se juntaba con sus
amigos a echar un cigarro detrás de los viejos muros de pizarra que tapaban los
huertos.
En
aquellos tiempos, los chicos empezaban a fumar pronto y en uno de esos momentos
de vicio, para evitar que me chivara, me obligaron a compartir su cancerígeno
pecado exigiendo que diera unas caladas de ese cigarro que se estaban fumando
con tanta devoción y compartir aquella culpa por la que nos escondíamos.
El
primer cigarro (peninsulares se llamaba) no fue suficiente para
generar la confianza necesaria. Se percataron de que no me había tragado el
humo, encendieron otro que me ofrecieron alentándome para que como los hombres
fumara de verdad y hasta adentro.
Bien
es cierto, que no pensaba defraudarles a la hora de mostrar mi lealtad y mi
hombría. A esos años, las emociones están poco definidas o si se prefiere son
contradictorias, donde no había una conciencia cabal y tampoco se buscaban
justificaciones.
Hice
un gran esfuerzo para que el humo se metiera en mis pulmones todavía vírgenes,
lo que provocó una repentina nausea y un ataque de tos que me hizo quedar como
un flojo y se desataron las risas de esos muchachos que ya habían dejado de
toser hace bastante tiempo.
A
pesar del mal rato que pasé, el pacto aquel día, quedó sellado.
Mi primer castigo
Ahora,
busco y siento el paquete de tabaco en el interior de la chaqueta,
instintivamente toco el bolsillo del pantalón y descubro ahí el mechero. Salgo
a la calle y me enciendo un cigarro, echo una primera bocanada de un humo
espeso que se va disolviendo en el cielo alemán. gris, sucio, sin matices. Miro
el humo que exhalo y me pregunto si ese humo se estará llevando los recuerdos
de mi primer cigarro. La memoria se dispersa, como el humo, pero hay chispas
que nunca llegan a extinguirse del todo cuando prenden son imposibles de
apagar.
En
el mismo instante en que entré por la puerta de casa de mis abuelos, mi madre,
no sé cómo, supo que había fumado, se acercó y prácticamente me metió la nariz
en la boca.
Sin
perder un instante empezó a llamar a voces a mi padre diciendo: "Paco,
mira a ver que este tonto ha fumado".
Mi
padre (que también fumaba) enseguida supo lo que hacer.
Me
miró detenidamente sin decir nada, como meditando la decisión a tomar. No sé de
donde, sacó un puro de alguna boda antigua, un puro que seguramente tenía
reservado para alguna ocasión especial y esta, sin duda que lo era. Me lo puso
en la boca y arrimando el mechero para que lo encendiera decía: -Chupa.
-Vamos,
chupa, que todavía te queda un rato-, decía cuando veía en mi algún desanimo.
Mientras
estaba sentado con el puro en la boca dando tremendas arcadas, mi padre parecía
disfrutar satisfecho. Riéndose me decía: Después si quieres, te fumas otro.
Mi
madre, mientras tanto, iba y venía despotricando del pueblo y de esas mentes
estrechas e indocumentadas que vivían allí. En cierta manera me exculpaba
haciendo recaer la culpa en mi primo que para ella no era más que un garrulo,
un bestia como todos los del pueblo.
Un tiempo inacabable el que permanecí sentado en la cocina pidiendo clemencia
frente a una lumbre donde los troncos se quemaban más aprisa que ese
interminable puro. Creo que desde ese día no he sido capaz de fumar ninguno más.
Lógicamente
mi primo también fue castigado, pero lo suyo no fue un castigo merecido, por
llamarlo de alguna manera podríamos decir que fue un castigo solidario.
Su
penitencia se pensó con la naturalidad que dan las cosas simples, fue un
castigo de poca monta, más bien amistoso. En el pueblo tanto fumar como beber
eran virtudes que estaban unidas al género masculino.
Mi
abuelo, según el explicaba, no entendía que a mi primo le castigaran por mi
culpa, porque fue a mi y no a él al que pillaron.
Nos
dijo que según su experiencia, el dolor y el escarnio son siempre más
generosos que la dicha, que las cosas malas perduran y se reparten con mucha
mayor prodigalidad y que no se sabe cuál es la desgracia que iguala a algunas
personas para hacerlas herederas de la mala suerte.
Él
siempre hablaba imprimiendo mucho misterio a todo lo que decía y
aunque en la mayoría de las ocasiones no le llegaba a entender, ese día
supe que lo que decía tenía cierto fundamento.
En
el pueblo siempre se hacían las cosas de otra manera, todo se hablaba y
meditaba y previamente, así que por la tarde sentados delante de la lumbre con
mi abuelo, mis padres y mis tíos decidieron que para expiar las culpas
tendríamos que hacer alguna cosa de provecho, que no se olvidara, que sirviera
de ejemplo y si fuera posible nos hiciera participes de alguna virtud donde
aprender algo. Sin embargo, yo estaba firmemente convencido que lo que
pasaba es que mi tío no tenía puros o que no los quería malgastar con mi primo.
Mi
tío era un hombre que no presumía de ser inquilino del santoral, dispuso que lo
mejor sería buscar alguna ocupación para los domingos que eran días de más
hastío porque no se trabajaba. Lo más sensato para él sería encontrarnos una
ocupación aunque fuera en algún sitio al que tuviésemos que ir de buena fe.
Hablaron
con el cura para que dispusiera de nosotros los domingos al completo y a
sugerencia del cura, también el resto de la semana para los Rosarios, Vísperas
y Horas Santas que se celebraban a diario después de las seis de la tarde.
El
cura, que en aquella época era Don Julián, se propuso enredarnos todo lo que se
pudiera, bien fuera ayudar en la misa como monaguillos, tocar las campanas
llamando a los oficios, limpiar la iglesia, o incluso a deshoras, acompañarle a
hacer algún servicio religioso que en aquella época no eran muchos, de vez en
cuando alguna extremaunción y poco más.
Mi primer disfraz.
Y
ahora me saca de mis pensamientos el camarero que me pregunta algo en perfecto
alemán que no entiendo, en cualquier caso y a sabiendas de que mis
conversaciones con los camareros son siempre las mismas, le pido aine Dunkel
Waissen que es casi lo único que se decir en alemán.
El
bar sigue tan vacío como antes de mi embelesamiento. La simetría de algunos
lugares subsiste por la desolación de lo que el tiempo ha despojado,
desolación que a veces se parece demasiado al desconsuelo. Nadie ha
entrado y tampoco nadie ha salido ni del bar, ni de este recuerdo que ahora me
entretiene.
El
calvo que se parece a mi primo sigue en su sitio y ahora, me mira con cierto
interés, debe ser porque he dejado la mirada perdida en su dirección mientras
rememoraba esos tiempos que justamente él me trajo a la cabeza.
No
tengo una noción certera del tiempo que llevo aquí, pero si el tiempo es
relativo a más de uno este rato le habrá parecido una eternidad. La eternidad
es lo que menos me interesa, solo a los espíritus pusilánimes y gregarios les
puede interesar un coñazo tan largo.
El
primer día como monaguillo no fue tan malo. Todo se hizo de manera muy solemne
a pesar de que los rituales no se cumplieron totalmente.
Tuvimos
que hacer una especie de examen y a a todo lo que nos preguntaba el cura teníamos
que empezar respondiendo "introibo ad altare Dei". Por supuesto que
no sabía lo que significaba pero eso es lo que teníamos que decir antes de
contestar, como si ese particular dicho en latín diera la ambigüedad suficiente
a cualquier respuesta para convertirla en correcta.
Don
Julián nos decía que el trabajo de monaguillo no era cualquier cosa, primero
tendríamos que comprometer nuestra Fe para servir en los servicios de la
iglesia. Nos trajo unos hábitos que un día fueron blancos y olían a polvo de
armario a olvido y a naftalina y unos ropones, que era otro tipo de hábito más
basto de color pardo que él decía que era para utilizar fuera de la iglesia, en
procesiones, viáticos y cosas así.
Nos
pusimos aquello a la vez que el cura nos felicitaba diciendo que ese ejemplar
oficio de monaguillo, formaría parte de nuestra experiencia y nos pidió que a
partir de ahora y ayudados por el fervor y la responsabilidad de cargar con
aquellos hábitos y ropones, continuáramos siempre por el camino correcto.
-
Dios hizo al hombre menguado de entendimiento y corto de habilidad si con los
animales lo comparamos.- nos decía- vosotros desde hoy estáis santificados con
estos hábitos lo que os diferencia tanto de la mayoría de los hombres, como de
los animales.
Ese
pequeño sermón hizo que me sintiera orgulloso portando aquel atuendo y aquel
terrible olor al que nunca acabaría de acostumbrarme.
Mi
abuelo que había venido a acompañarnos, se quedó sentado en uno de los primeros
bancos de la iglesia hasta que por fin salimos de la sacristía. No nos dijo
nada pero ya de camino a casa le oí comentar entre dientes: La mayor
desgracia es este limbo en el que viven los inocentes. ¡Cuánto más vale un
santo pendón que un tonto santificado!
Entonces,
como solía pasar, tampoco entendí bien aquella soflama viniendo de un hombre
que por aquel entonces era mayordomo de la virgen.
Llegado
el Domingo, la misa se celebraba a las doce así que a las once ya estábamos en
la iglesia con nuestros hábitos de monaguillo puestos, haciendo lo que nos iba
mandando el cura, encender cirios a la entrada del presbítero, colocar con sumo
cuidado y en su orden correspondiente, los tres manteles de lino que cubrían el
altar. El crucifijo colocado exactamente en el centro del mismo y los cuatro candelabros
con perfecta simetría, las sacras, el atril, y lo más importante para nosotros,
la mesita que el cura llamaba credencia, Allí se había que poner todo lo que
necesitaríamos para la celebración, las vinajeras, la campanilla, el
manutergio, el platillo de comunión, una palmatoria con su cirio, el famoso
Copón, el pabellón de seda para cubrirlo, las cerillas de encender los cirios
y las cestas de pedir.
El cura nos dio las últimas instrucciones haciendo hincapié la la hora de
pasar el cepillo agitándolo bien para que sonara y que fijándonos en quien
echaba y quien no.
Subí al campanario para hacer sonar por primera vez las campanas, Desde allí arriba se veía el
pueblo apiñado bajo la iglesia, con sus callejuelas estrechas, sus tejados
rojos ennegrecidos por el de musgo y el hollín con esas chimeneas enormes
siempre humeando con desigual interés. Las paredes negras de pizarra, parecían
enmarcar diminutas ventanas blanqueadas con cal. Algún perro ladraba molesto
por el repique de la campana. A la gente se la adivinaba dentro de las casas
vistiéndose de domingo pacientemente, quizás incluso recreándose en
la desgana, lustrando los zapatos los hombres y las mujeres recogiéndose el
pelo en moños de firmeza inmaculada buscando algunos pendientes más vistoso y
engalanando su mejor saya. Es cierto que me sentí importante tirando de
aquella maroma llamando a misa desde lo alto de ese campanario donde yo era el
único solista al son del que todo bailaba.
Mi primera vocación
Ahora
desde la lejanía del tiempo, se queda uno pensando en lo que este tránsito de
vivir acaba dando de sí, lo que antes era mucho, ahora es nada lo mismo que
sucederá con lo que ahora en nuestra vida pueda significar algo que
seguramente, mañana quedará en casi nada, pero que sería vivir sin ese trasiego
que procura el viaje. Tal vez por eso sigo enamorándome de los caminos a pesar
de que en ellos resida mi mayor tragedia.
De la nada a la nada, cuando pienso esto me recorre un extraño escalofrío al
ver todo el tiempo malgastado en preocupaciones y desvelos que solo sirvieron
para añadir arrugas y canas.
Viviríamos
de otra manera si supiéramos que la mayoría del tiempo uno permanece estático y
desconocido, como si fuera un figurante en la difusa vida de otros figurantes.
La
cerveza acaba de llegar. Inconscientemente me fijo en su espuma y me doy cuenta
que era del mismo color blanco amarillento del hábito que Don Julián me ofreció
el primer día en la sacristía de la iglesia y la cerveza también tiene el mismo
color pardusco de los ropones.
Que
misterio es el que hilvana aquellas vivencias con este tiempo cosas tan
dispares como unas ropas de monaguillo y una cerveza alemana.
Veo
como todas las burbujas van a morir siempre a la espuma y pienso que todo lo
vivido como una burbuja, queda relativizado y pulido por el tiempo, la
espuma, sin otra particularidad que la de la transformación de aquellas
inquietudes y angustias en un inocuo y rancio recuerdo tan cómico como
intrascendente.
De
la nada, a la nada. Morirse tanto, para al final morirse.
Al
bajar del campanario me encontré con mi peor pesadilla, Pitin y Cesar los dos
pastores de los cojos que tenían como mote "los bichos", eran los
chavales más malos del pueblo.
Eran
dos o tres años más mayores que yo pero según decía mi abuelo, estaban
encanijados por la maldad que tenían dentro, que no los había dejado crecer.
Eran hermanos, hijos de una de las familias más pobres del pueblo, no
fueron a la escuela, todo lo que sabían lo habían aprendido del campo y de las
ovejas, por eso tiraban las piedras como nadie y sus silbidos se oían por
encima de cualquier esquila.
Fumaban
sin esconderse y a los chicos del pueblo no les inspiraban demasiada
confianza y en mi caso sentía pánico cada vez que me los cruzaba. Normalmente
acabábamos a pedradas simplemente porque a ellos les divertía ver como corría
“el de la capital”.
Aquel
día sin que yo me lo esperara, aparecieron tras la pared del campanario, empecé
a correr, pero como le sucede al pájaro medroso, en mi huida escogí la
rama menos apropiada, enseguida me engancharon.
Me
sujetaban por el hábito y empezaron con insultos de poca monta mientras
me sacudían algunos pescozones esperando alguna reacción por mi parte para
aplicarse entonces con golpes más contundentes.
Justo
a tiempo, sonó la imperiosa voz de D. Julián:
-Venid,
pasad aquí, malos cristianos, bien se os ve que sois pecadores acreditados.
Seguro necesitaréis vaciar esa conciencia tan negra. Ya deberíais saber que
toda la vergüenza hay que sentirla antes de los malos actos.
Suspiré
aliviado y entre corriendo a la sacristía donde estaba mi primo preparando los
manteles y demás achiperres para la misa. Nos asomamos temerosos de ser vistos
por la puerta de la sacristía a ver que pasaba.
En
el primer confesionario, los tenía D. Julian, arrodillados mientras los
cogía de las orejas y con voz solemne de contundencia inusitada les decía:
“Esos
granos no engañan, vais a limpiar la conciencia”.
La
profundidad de su voz se empezó a transformar en violencia hasta que la voz del
cura tronó airada:
-Ese
vicio nefando, ese y no otro, es el que llena de inmundicia y sarpullidos, no
lo hay peor.
El
cura se levantó y con las dos manos en sendas orejas de los muchachos, los
obligó a santiguarse mientras tiraba de ellas hacia arriba hasta que quedaron
los dos en puntillas.
-Así
los quiere Dios –gritaba- dándole un buen tortazo a cada uno y quitaros de ese
vicio porque se os va a envenenar la sangre y pudrir la piel como a leprosos.
Nunca
había visto a nadie soltar un tortazo con tanta solvencia y maestría. Tan
elocuente liturgia, despertó en mis deseos de hacerme clérigo aunque solo fuera
para repartir guantazos como aquellos.
Como decía, pasé algún tiempo pensando en los seminarios, en los curas, en la
buena conciencia y la salvación de las almas perdidas. Quería hacer méritos
para llevar una vida ejemplar sin más castigos, procurando además de mantenerme
alejado del pecado, salvar del diablo a todo pecador.
Una
de esas tardes aburridas al terminar el cansino rosario donde teníamos
asistencia obligatoria por la prerrogativa del castigo, decidimos hacer algo
que agradaría al párroco, a dios a la virgen y a toda la corte celestial.
Llenamos
una botella con agua bendita, cogimos el Copón con las hostias consagradas y
con el hábito puesto y una inquebrantable determinación, salimos de la iglesia,
dispuestos a abrirles las puertas del paraíso a cuanto inocente nos
encontrásemos. La propuesta era tan sencilla como administrar bautismo y
comunión a todo perro, gato, gallina, o cualquier otra clase de animal o bicho
que se cruzase en nuestro camino.
El
primero en recibir los sanos sacramentos fue Cícero, el perro de mi abuelo, la
comunión le supo a poco y sin solemnidad ninguna nos acompañó el resto de la
tarde insistiendo tozudamente para comulgar alguna vez más.
Continuamos
bautizando y dando comuniones a todos los perros que nos íbamos encontrando.
Llegamos a tener diez o doce chuchos siguiéndonos por todo el pueblo, en un
momento llegué a pensar que bien podría ser nuestros apóstoles.
Mi
primo, que no le echaba tanta imaginación, insistía en echarlos porque, según
él decía, los gatos también tenían derecho a la salvación y con tanto chucho
alrededor, difícil iba a ser que se nos arrimara alguno.
Santificamos
un par de burros, otras tres o cuatro vacas y un montón de gallinas, aunque
estas últimas no tengo la absoluta certeza de que la comunión quedara
plenamente legalizada ya que no se dejaban bautizar con la liturgia debida y
nos limitamos a utilizar la botella como si de un hisopo se tratara y mientras
la sacudíamos esparciendo el agua bendita a diestro y siniestro, decíamos las
palabras sagradas "yo te bautizo en el nombre del padre del hijo y del
espíritu santo".
Suena
un móvil que me saca de mi letargo, no es el mío, es el teléfono del camarero
calvo que inmediatamente contesta con gran estrépito.
Como
ve que le miro y que ya he salido del ensimismamiento aprovecha para
preguntarme si quiero otra cerveza.
Al
mirar por la ventana veo que ha dejado de llover pero ya está oscureciendo.
Cuando empezaba a oscurecer y de camino a la iglesia nos encontramos con un par
de viejas que de forma muy reverente se persignaron al pasar a
nuestro lado. En aquel momento, interpreté que lo hacían en señal de respeto a
nuestro nuevo estatus de monaguillo, una muestra de reconocimiento y
consideración.
Aún
seguían con nosotros unos cuantos perros que como escoltas nos acompañaban sin
apartar la mirada del Santo Copón.
Poco antes de llegar a la iglesia en la puerta de la taberna de la mezquita
encontramos a D. Julián charlando de forma jovial y animosa con un grupo de
hombres.
Con la precipitación que requieren las buenas noticias, convencidos de que
nuestro acto de evangelización sería poco menos que un mérito a tener en cuenta
en caso de que algún día se propusiera nuestra beatificación, con esa
excitación que suscita en el niño la previsible recompensa, nos apresuramos a
enseñarle el Copón casi vacío mientras le decía:
-Padre,
mañana consagramos más Formas que ya casi las hemos terminado
Nada
más acabar de decir esto, me di cuenta que los perros recelosos y prevenidos se
mantenían a una distancia más que prudente. Mi primo que era más listo que yo,
se había quedado con los perros cuando volví a mirar a D. Julián me cruzó la
cara con un guantazo que hizo saltar el santo Copón de mis manos.
Cuando
cayó al suelo sonó a lata mala y las pocas Hostias que había dentro se quedaron
por allí desparramadas.
Oía
un pitido terrible y sentí un abrasador picor que abarcaba en su totalidad mi
mejilla izquierda.
Creo
que me estaba levantando del suelo sin saber muy bien que había pasado cuando
vi a mi primo con todos los perros corriendo como alma que se lleva el diablo.
Supe en ese momento que yo no estaba hecho para la sublimación.
Más laureles y nuevo reconocimiento estaban a punto de llegar en forma de
segundo guantazo cuando me acordé de otra lapidaria frase que decía mi abuelo
acerca de las huídas “Es más difícil vivir que correr”.
No
sé cuántos días tuve la marca de la mano de D. Julian en la mejilla, lo que sí
sé con certeza es que aún hoy día me pita el oído al oír su nombre e
instintivamente me llevo la mano a la cara para reprimir el escozor que produce
ese recuerdo. Desde ese día no volví a pisar la iglesia del pueblo, y gracias a
las sabias palabras de mi abuelo acabé haciéndome corredor de gran fondo.