Allí estaba definitivamente abandonado, ocultando con pudor la cara tras un ramo de flores que empezaba a justificar el intolerable olvido, o tal vez desprecio, de la bella dama a la que pacientemente esperaba aún a sabiendas de que desde hace tiempo a ella, él ya no le importaba lo suficiente.
El pudor es una forma digna de negociar con el miedo. Como ese polvo depositado con lentitud por el tiempo sobre los fracasos.
Otra vez estaba allí, en ese transito que no lleva mas que de la nada a la nada, recorriendo esos sinuosos recodos que nos ofrece la vida y que son tan difíciles de justificar.
Así es la vuelta a casa tras la decepción. Cargado con algún ridículo ramo de tristezas o de flores, dispuesto a escuchar una voz metálica al teléfono con otra piadosa excusa, capaz de sustentar de nuevo la razón de mi abandono.
Aunque en el camino, ya vaya cultivando en esa imaginación más calenturienta la posibilidad de que su justificación sea redentora y capaz de dejarla libre de toda culpa.