Nada hay tan amargo como la desorientación y el desvalimiento que se siente cuando uno ha apostado y ha perdido en este juego del querer y ser querido.
Es algo similar a un vacío, un desgarro interno, una herida profunda en el alma que aunque no acabe matándote, deja una marcada cicatriz.
Una cicatriz parecida a la de cualquier otra herida ordinaria, la diferencia es que esta cicatriz siempre permanecerá sensible supurando al menor roce, al menor afecto.
En este momento donde el abandono me espolea y me urge, tengo mucho miedo. Miedo a despertar, miedo a dormir, miedo a no darme cuenta de nada, miedo a ser feliz como un tonto, miedo a enterarme de todo incluso del dolor que causé, miedo a vivir solo, miedo a morir solo.
Aún sigo buscando esa esperanza de felicidad por cada uno de los rincones, y solo encuentro recuerdos tan dulces que amargan.
La busco y la busco, pero el tiempo va trayendo la decepción y el desengaño.
Al fin y al cabo, la felicidad no es el estado natural del hombre, es, más bien, un paso indeterminado por aquellas circunstancias que siempre producen escalofríos y vértigo cuando las recuerdas.
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