¿Qué más da?, ¿No sabes que ya es tarde?, nunca llegaremos a tiempo. Por eso,... ¿qué más da?
No sé el propósito de este viaje, no tenemos prisa y nunca tendremos constancia ni seguridad de haber llegado a alguna parte pero, aquí estamos viajando, a un pasado, a un recuerdo al que llegaremos como siempre tarde.
¿Te acuerdas de aquellos improvisados botellones que más tarde se pusieron de moda? Entonces lo llamábamos litrona. ¿Te acuerdas?
No, aquello nunca fue nada nuevo, ir a la tienda de Felipe, que entonces no era chino, comprar cervezas o vino,preparar suficiente calimocho y sentarnos en el respaldo del mismo banco hasta bien entrada la noche.
Que tiempos de filosofía asequible, de porros liados con esmero, de perros oledores y de aquellos señores mayores con las miradas cargadas de reproche y desafío.
Todo nos lo van quitando, o aún peor, todo lo hemos perdido.
Recuerdo, aunque siempre quise olvidarla, la última litrona que nos hicimos. Estuvimos callados, sólo los grillos rompían el silencio mientras los demás callábamos. Sabíamos que el silencio nunca nos diría lo que no queríamos oír.
No estábamos todos, faltaba Tino, en el banco estaba a medio terminar su nombre grabado a golpe de aburrimiento y navaja. Ahora entiendo que estaba allí para que no buscásemos excusas en la incertidumbre de su existencia, para asegurarnos que aquello no era un mal sueño.
No recuerdo quien fue, porque la memoria y el tiempo se me van acabando. Uno de nosotros tiró con rabia una botella, le pudieron el rencor y la furia, se levantó y reventó esa última botella contra un árbol como si aquel acto nos redimiera de la culpa.
Aún, no nos fuimos. Contemplamos simplemente la botella rota sin decir nada, velábamos aquel cadáver de cristal porque no podíamos velar a Tino.
Eso es lo que hacíamos allí tan quietos, tan callados. Mirando fijamente esos vidrios rotos y todavía húmedos como si allí estuvieran esparcidas nuestras lágrimas.
Todas las risas, las filosofías baratas, las opinadas noticias, todas ellas acabaron aquel día, igual que acabo también una época de nuestra vida, una etapa quemada en ese banco del parque, sin más música que el sonido de la noche. Nos bastaban unos litros, algo de tabaco y estar juntos bajo la luz de la farola.
Cuando Tino se fue se llevó con él todas las litronas que nos hicimos, nos dejó el banco con su nombre inacabado, grabado con la misma navaja que nos enseñaba porque fue un día de su abuelo.
Esa última noche estuvimos hasta muy tarde, ¿Te acuerdas?. Estuvimos escondiéndonos de la vergüenza.
Ninguno habíamos ido a su velatorio. Por eso, sin decirlo, nos quedamos hasta tan tarde, para estar cansados, para poder dormir sin remordimientos y despertarnos al día siguiente esperando que todo se hubiera acabado.
Cuando Tino estuviera ya bien enterrado.
Cuando ya no tuviera remedio haberle fallado su último día.
Hoy si me arrepiento de algo, es de no haber estado allí para ver su cara por última vez, para grabarla en mi memoria como quedó grabado su nombre en el banco y para decirle a aquella madre que no fue culpa nuestra. Que su hijo era como un hermano, que nos juntábamos casi a diario en aquel parque, que teníamos unos lazos de unión forjados por nuestros anhelos deshechos por el mísero futuro que nos aguardaba, y por el infinito tedio, deshojado como una enorme margarita sobre él bebiendo litronas en el banco del parque.
Pero tal vez ella nunca lo llegaría a entender, porque su hijo estaba muerto. Porque nos grito mil veces que fuimos nosotros quienes le matamos.
No recuerdo quién robó aquella maldita Bultaco Metralla, no sé quien pensó en hacer una exhibición de nuestra inexperiencia. No sé por qué había grava en esa curva, ni por qué Tino entró en ella tan rápido.
No sé por qué estaba escrito en su destino que aquel camión le pasara por encima.
Vi su sangre llenando la carretera con un rojo espeso.
Aún hoy, cuando cruzo por aquella curva la veo marcando el asfalto, como a mi me marcó el alma el grito de aquella madre “TÚ LE HAS MATADO”.
Eso ya es lo único que conservo de él.
Esa fue nuestra última noche, desde entonces no hubo más. Los botellones que acabaron con las litronas, empezaron a llenar el parque y sus bancos.
Atronadoras músicas mataron el canto de los grillos, olor a orín sucio de alcohol acabó con el aire fresco de aquel rincón y alguno de aquellos nuevos visitantes, más jóvenes y ruidosos, terminó escondiendo el nombre nuestro amigo dentro de la palabra “DESATino”.
Desde entonces, no quiero recordar la calma con la que se evaporaba el humo de los cigarros, no quiero escuchar lo que me cuentan los grillos.
Desde entonces, tampoco quiero que las litronas se conviertan en botellones ni mi amigo Tino me recuerde que su destino fue lo que quedó escrito en aquel banco.
No sé el propósito de este viaje, no tenemos prisa y nunca tendremos constancia ni seguridad de haber llegado a alguna parte pero, aquí estamos viajando, a un pasado, a un recuerdo al que llegaremos como siempre tarde.
¿Te acuerdas de aquellos improvisados botellones que más tarde se pusieron de moda? Entonces lo llamábamos litrona. ¿Te acuerdas?
No, aquello nunca fue nada nuevo, ir a la tienda de Felipe, que entonces no era chino, comprar cervezas o vino,preparar suficiente calimocho y sentarnos en el respaldo del mismo banco hasta bien entrada la noche.
Que tiempos de filosofía asequible, de porros liados con esmero, de perros oledores y de aquellos señores mayores con las miradas cargadas de reproche y desafío.
Todo nos lo van quitando, o aún peor, todo lo hemos perdido.
Recuerdo, aunque siempre quise olvidarla, la última litrona que nos hicimos. Estuvimos callados, sólo los grillos rompían el silencio mientras los demás callábamos. Sabíamos que el silencio nunca nos diría lo que no queríamos oír.
No estábamos todos, faltaba Tino, en el banco estaba a medio terminar su nombre grabado a golpe de aburrimiento y navaja. Ahora entiendo que estaba allí para que no buscásemos excusas en la incertidumbre de su existencia, para asegurarnos que aquello no era un mal sueño.
No recuerdo quien fue, porque la memoria y el tiempo se me van acabando. Uno de nosotros tiró con rabia una botella, le pudieron el rencor y la furia, se levantó y reventó esa última botella contra un árbol como si aquel acto nos redimiera de la culpa.
Aún, no nos fuimos. Contemplamos simplemente la botella rota sin decir nada, velábamos aquel cadáver de cristal porque no podíamos velar a Tino.
Eso es lo que hacíamos allí tan quietos, tan callados. Mirando fijamente esos vidrios rotos y todavía húmedos como si allí estuvieran esparcidas nuestras lágrimas.
Todas las risas, las filosofías baratas, las opinadas noticias, todas ellas acabaron aquel día, igual que acabo también una época de nuestra vida, una etapa quemada en ese banco del parque, sin más música que el sonido de la noche. Nos bastaban unos litros, algo de tabaco y estar juntos bajo la luz de la farola.
Cuando Tino se fue se llevó con él todas las litronas que nos hicimos, nos dejó el banco con su nombre inacabado, grabado con la misma navaja que nos enseñaba porque fue un día de su abuelo.
Esa última noche estuvimos hasta muy tarde, ¿Te acuerdas?. Estuvimos escondiéndonos de la vergüenza.
Ninguno habíamos ido a su velatorio. Por eso, sin decirlo, nos quedamos hasta tan tarde, para estar cansados, para poder dormir sin remordimientos y despertarnos al día siguiente esperando que todo se hubiera acabado.
Cuando Tino estuviera ya bien enterrado.
Cuando ya no tuviera remedio haberle fallado su último día.
Hoy si me arrepiento de algo, es de no haber estado allí para ver su cara por última vez, para grabarla en mi memoria como quedó grabado su nombre en el banco y para decirle a aquella madre que no fue culpa nuestra. Que su hijo era como un hermano, que nos juntábamos casi a diario en aquel parque, que teníamos unos lazos de unión forjados por nuestros anhelos deshechos por el mísero futuro que nos aguardaba, y por el infinito tedio, deshojado como una enorme margarita sobre él bebiendo litronas en el banco del parque.
Pero tal vez ella nunca lo llegaría a entender, porque su hijo estaba muerto. Porque nos grito mil veces que fuimos nosotros quienes le matamos.
No recuerdo quién robó aquella maldita Bultaco Metralla, no sé quien pensó en hacer una exhibición de nuestra inexperiencia. No sé por qué había grava en esa curva, ni por qué Tino entró en ella tan rápido.
No sé por qué estaba escrito en su destino que aquel camión le pasara por encima.
Vi su sangre llenando la carretera con un rojo espeso.
Aún hoy, cuando cruzo por aquella curva la veo marcando el asfalto, como a mi me marcó el alma el grito de aquella madre “TÚ LE HAS MATADO”.
Eso ya es lo único que conservo de él.
Esa fue nuestra última noche, desde entonces no hubo más. Los botellones que acabaron con las litronas, empezaron a llenar el parque y sus bancos.
Atronadoras músicas mataron el canto de los grillos, olor a orín sucio de alcohol acabó con el aire fresco de aquel rincón y alguno de aquellos nuevos visitantes, más jóvenes y ruidosos, terminó escondiendo el nombre nuestro amigo dentro de la palabra “DESATino”.
Desde entonces, no quiero recordar la calma con la que se evaporaba el humo de los cigarros, no quiero escuchar lo que me cuentan los grillos.
Desde entonces, tampoco quiero que las litronas se conviertan en botellones ni mi amigo Tino me recuerde que su destino fue lo que quedó escrito en aquel banco.