martes, 28 de febrero de 2017

El mundo, es solo para un rato.





Hace algún tiempo, que vengo a dar en sentir un temor que actúa como si fuera un veneno circulando por mis venas. Una especie de cobardía que poco a poco paraliza la torpeza de estos pasos que me llevan, a veces, a darme por vencido con el mismo desaliento, con que lo haría un fugitivo harto de escapar.

Simplemente, con el caer y recaer en la obligación del vicio, aunque solo sea del tabaco, se hace perceptible ya, que poco a poco, la mala suerte va retrayendo la expectativa del deseo y que inexorablemente la desgracia va rellenando ese espacio dejado por esos anhelos que los años y el mal augurio se han ido llevando. En definitiva, el destino queda convertido en otro dato más de esa suma que siempre sale negativa.
Tal vez, toda la culpa de estos malos sentimientos sea de las rutinas, que se adueñan cada cuatro o cinco años de mi y que llegan a pesar tanto que me hunden hasta que me ahogan.
Ahora ya hace cuatro años que llegué aquí y ya no encuentro cambios sustanciales. Veo que todo lo que hago, se ha convertido en rutina. Esta rutina recurrente, que se hace, pero nunca se inventa.
A lo peor, pudiera ser esta carencia de voluntad por hacer o conocer, lo que determina que uno, al final, lo acabe achacando todo a su ineficiencia.

En estas horas bajas, solo me dejo llevar aunque reconozco que esa es la mejor manera de no ir a ningún sitio. Sé también, que todo se puede justificar, pero no soy capaz de admitir una vida monótona. Al menos, eso es lo que digo para redimirme con esta especie de comprensión benigna que genera la complicidad que siempre tuve conmigo mismo.

Pudieran ser solo horas bajas a las que también tengo derecho. Momentos en que incluso, la ironía falla ante el espejo, aunque uno se haya visto en él reflejado en ocasiones aún más duras.

A pesar de todo, he de admitir que nunca fui un hombre de muchos recursos, aunque bien es cierto, que siempre tuve más suerte de la que merecía, y esa suerte es la que al cerrar los ojos cada noche, hace  que en el intervalo del sueño se fundan las ocupaciones de la conciencia y la memoria y me traiga al recuerdo, esa mano que añoro cuando me roza el cuello o en el mejor de los casos me acaricia la nuca, aunque algunas veces solo lo haga para medir la distancia entre mis orejas y otras simplemente para indicar el lugar exacto donde la puntilla penetrara en su incisión mortal.

La insistencia de algunas ocasiones, es lo que mejor reconozco en mi vida y si este sueño se repite con alternancia y continuidad es porque echo de menos la lumbre de mi casa, el perro que me ladra y ese loro que me insulta desde la devoción y el cariño.

Mi vida al final es una reiteración como la de este sueño y sospecho que cada cuatro años, necesito cambiar de lugar, porque noto que ya nada es nuevo para mí. Veo que todo a mi alrededor tiene una vida propia y monótona. Descubro que siempre paseo por las mismas calles, me encuentro con las mismas personas, e incluso utilizo las mismas palabras y lo peor, es que cuando me quedo completamente solo, empiezo a notar ese temblor seco del árbol caído.

Por eso sé que nada más me espera aquí. Me quedo con una mínima conciencia de lo pasado y con este último deambular de rumbo improvisado por lo que me da la gana, por el placer de lo que quiero, por la dicha de lo que está más a mano y por la desdicha de esta rutina que se ha convertido en perdición sin remedio ni compañía.

La decisión está tomada, el azar del destino rueda de nuevo por el tapete para señalar otro punto distinto donde marchar para espantar esta apatía que aquí se está convirtiendo en hábito.


lunes, 6 de febrero de 2017

¿Vida irregular o cotidiana?




Ya no me es posible recordar nada con nitidez, casi todo aparece en la memoria como incrustado en una neblina que difumina los matices del antes y del después.
Solo sé que tengo frío cuando no recuerdo. Es un frío intenso que no viene de fuera, es un frío que sale desde adentro, una especie de escalofrío, de temblor que me quiebra la voluntad y de inmediato, abandono el intento de cualquier evocación, lo dejo perdido tras esa niebla y me conformo con arrastrar esa viscosidad pringosa que deja la sensación de haber querido y no haber podido.

Es cierto que una persona aunque esté bien anclada ya a la cincuentena no se puede considerar un viejo pero las limitaciones que me van viniendo aceleran esas sensaciones y pervierten toda esperanza de futuro. Así es, y por eso creo que ya estoy preparado para ocupar algún féretro.

Hay veces que Felipe Herrero, un amigo de la más tierna infancia, pero que desde que acabé la educación primaria, jamás volví a saber de él, se me presenta en sueños y me dice que cuando él falleció estaba mucho mejor de lo que yo estoy ahora.
Dice que lo suyo, fue sin duda un macabro descuido del destino que también comete errores a pesar de que el destino, nunca se arrepienta y siempre carga las culpas de todo al libre albedrío y a la improvisación del caos.

Felipe Herrero que falleció según me cuenta en los sueños, por ese descuido del destino y por un cólico tras comerse un kilo de queso, me asegura que el azar de cada uno no está escrito de antemano ni tiene conciencia de a quién pertenece y que por eso algunas veces se puede equivocar al llamar a una u otra puerta, pero nunca al utilizar la guadaña. Por eso nadie podrá decir que ha muerto ni un segundo antes o después de cuando le correspondía.

Siendo artífice como soy de varios de errores fatídicos o de una sucesión de dislates importantes, que seguramente habrán afectado a otros, me identifico plenamente con el destino y sus descuidos, aunque prefiero callar esta parte, no por pudor o vergüenza, tampoco por arrepentimiento. Más bien lo hago por no marcar diferencias demasiado escandalosas, entre las vidas cotidianas y las irregulares.