Ya no me es posible recordar nada con nitidez, casi todo
aparece en la memoria como incrustado en una neblina que difumina los matices
del antes y del después.
Solo sé que tengo frío cuando no recuerdo. Es un frío
intenso que no viene de fuera, es un frío que sale desde adentro, una especie
de escalofrío, de temblor que me quiebra la voluntad y de inmediato, abandono el intento de
cualquier evocación, lo dejo perdido tras esa niebla y me conformo con
arrastrar esa viscosidad pringosa que deja la sensación de haber querido y no
haber podido.
Es cierto que una persona aunque esté bien anclada ya a la cincuentena
no se puede considerar un viejo pero las limitaciones que me van viniendo
aceleran esas sensaciones y pervierten toda esperanza de futuro. Así es, y por
eso creo que ya estoy preparado para ocupar algún féretro.
Hay veces que Felipe Herrero, un amigo de la más tierna infancia, pero que desde que acabé la educación primaria, jamás volví a saber de él, se me presenta en sueños y me dice que cuando él falleció estaba
mucho mejor de lo que yo estoy ahora.
Dice que lo suyo, fue sin duda un macabro descuido del destino que también comete errores a pesar de que el destino, nunca se arrepienta y siempre carga las culpas de todo al libre albedrío y a la improvisación del caos.
Felipe Herrero que falleció según me cuenta en los sueños, por ese descuido del destino y por un cólico tras comerse un kilo de queso, me asegura que el azar de cada uno no está escrito de antemano ni tiene conciencia de a quién pertenece y que por eso algunas veces se puede equivocar al llamar a una u otra puerta, pero nunca al utilizar la guadaña. Por eso nadie podrá decir que ha muerto ni un segundo antes o después de cuando le correspondía.
Siendo artífice como soy de varios de errores fatídicos o de una sucesión de dislates importantes, que seguramente habrán afectado a otros, me identifico plenamente con el destino y sus descuidos, aunque prefiero callar esta parte, no por pudor o vergüenza, tampoco por arrepentimiento. Más bien lo hago por no marcar diferencias demasiado escandalosas, entre las vidas cotidianas y las irregulares.
Dice que lo suyo, fue sin duda un macabro descuido del destino que también comete errores a pesar de que el destino, nunca se arrepienta y siempre carga las culpas de todo al libre albedrío y a la improvisación del caos.
Felipe Herrero que falleció según me cuenta en los sueños, por ese descuido del destino y por un cólico tras comerse un kilo de queso, me asegura que el azar de cada uno no está escrito de antemano ni tiene conciencia de a quién pertenece y que por eso algunas veces se puede equivocar al llamar a una u otra puerta, pero nunca al utilizar la guadaña. Por eso nadie podrá decir que ha muerto ni un segundo antes o después de cuando le correspondía.
Siendo artífice como soy de varios de errores fatídicos o de una sucesión de dislates importantes, que seguramente habrán afectado a otros, me identifico plenamente con el destino y sus descuidos, aunque prefiero callar esta parte, no por pudor o vergüenza, tampoco por arrepentimiento. Más bien lo hago por no marcar diferencias demasiado escandalosas, entre las vidas cotidianas y las irregulares.
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