miércoles, 28 de junio de 2017

Nordkapp



Hace unos días regresé de un viaje que me había propuesto hace un par de años. Movido por la inquietud de lo que se podría llamar falsa juventud, quería ir a Cabo Norte en moto para visitar ese punto de tanta relevancia para los moteros; ver ese sol de medianoche y además, disfrutar de mi enrome moto, que siempre está lista para aceptar cualquier envite.

Antes de ayer acabé esta última propuesta y ahora saco unas conclusiones un tanto contrarias: Por un lado me siento orgulloso de haber conseguido superar un nuevo reto. Veo que hay pocas cosas imposibles para alguien que tiene bien merecido el mote que me pusieron en la escuela "Zumbao", y por otro lado, tengo la conciencia repleta de reproches por haber cedido tanto de mi tiempo libre y del placer que suscita cualquier viaje de una manera tan individualista.

Al empezar parecía una empresa casi imposible. Se consiguió con más esfuerzo y sacrificio del debido. Ahora, una vez terminado, no veo en este viaje otra cosa que no sea el sentimiento de lo que queda después de un sueño que no deja recuerdo, solo emoción.

No quiero restar mérito a esta pequeña gesta que uno hace, a sabiendas de que, en realidad, el viaje a Cabo Norte es un viaje que no lleva a ningún sitio. La principal pretensión del viaje (tal vez) es convencerse a uno mismo y en parte a los demás, de que aún no se es tan viejo como los años dictan.

Un viaje donde es imposible definir tanta belleza vista, se convierte en un viaje interior.

He visto parajes increíbles, luces extraordinarias, aguas rápidas como torbellinos y un mar de superficie tan inerte como un espejo.
Vi que el sol allí, no era capaz de alcanzar el horizonte y encontré los túneles fríos y eternos que imaginaba cuando era niño como los  pasadizos que llevan al infierno.

También he visto a otros muchos moteros de distintas partes del mundo, con la juventud tan ajada como la mía. Personajes de años de indeterminada cercanía a la decrepitud y a la impotencia que trae  la vejez, cabalgando en motos más o menos potentes, más o menos antiguas, de rugir bronco y seco.

Durante el viaje, he pasado frío, y calor, He sentido el vértigo de ir demasiado deprisa y también la desesperación de no acabar de llegar nunca, pero sobre todo, he podido hacer una de las cosas que más me gustan: Pensar.

He pensado muchas historias, muchas vidas, me he embelesado en un más allá de cualquier frontera racional, hasta el punto de olvidarme de las tangentes de las curvas, de medir la distancia en los adelantamientos, o de la obligada precaución de la frenada.
Uno llega a darse cuenta de que la propia vida se encarga de poner las cartas boca arriba cuando menos se piensa y en esos momentos el temple de unos y otros no suele ser el mismo.

Algunas veces me sentía como un bailarín disfrutando de una extraña danza sobre el asfalto en esa serpiente negra y retorcida, al son del sonido del aire y el motor.
Tumbar a la izquierda y luego a la derecha y vuelvo a tumbar a la izquierda, y de pronto la música sube su volumen en la recta que pasa volando y al fondo una afilada montaña y a mis pies un mar sin olas, todo ello envuelto por un cielo del azul más intenso y puro que se pueda imaginar.

Han sido 20 violentos días subido en una especie de arrebato, un vértigo divino durante tantas horas, que he llegado a creer que el tiempo era infinito.
He repasado muchas veces mi vida, y he aventurado un futuro, como siempre incierto, me he arrepentido de ser acreedor de una vanidad que me envilece y he lamentado con tesón todos mis grandes fracasos.

Al final, como siempre, todo concluye con la ponderación exagerada de mi chimenea y su lumbre en los días de invierno, de los paseos en vano, del placer de lo simple, y de esa sosegada sombra de una higuera en verano.








sábado, 24 de junio de 2017

Estaba y ya no está.






Nada hay tan amargo como la desorientación y el desvalimiento que se siente cuando uno ha apostado y ha perdido en este juego del querer y ser querido.

Es algo similar a un vacío, un desgarro interno, una herida profunda en el alma que aunque no acabe matándote,  deja una marcada cicatriz.
Una cicatriz parecida a la de cualquier otra herida ordinaria, la diferencia es que esta cicatriz siempre permanecerá sensible supurando al menor roce, al menor afecto.

En este momento donde el abandono me espolea y me urge,  tengo mucho miedo. Miedo a despertar, miedo a dormir, miedo a no darme cuenta de nada,  miedo a ser feliz como un tonto,  miedo a enterarme de todo incluso del dolor que causé, miedo a vivir solo, miedo a morir solo.

Aún sigo buscando esa esperanza de felicidad por cada uno de los rincones, y solo encuentro recuerdos tan dulces que amargan.
La busco y la busco,  pero el tiempo va trayendo la decepción y el desengaño.

Al fin y al cabo, la felicidad no es el estado natural del hombre, es, más bien, un paso indeterminado por aquellas circunstancias que siempre producen escalofríos y vértigo cuando las recuerdas.



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