domingo, 27 de enero de 2019

Correr por correr.



La salud, cuando se han pasado los 50, tiene la condición de la aventura y lo digo, más cerca de la confidencia que de la confesión ya que llegando a estas edades no tranquiliza la reflexión sedentaria que se pueda hacer desde el sillón sobre esta, que cada día va siendo más expuesta y de más riesgo.
Como algunos días soy de esas personas que alienta o recarga lo que el animo pierde, consigo redimir mis culpas proponiendo retos imposibles en pos de reconfortar el ego.
Por eso, me propuse hacer algo de ejercicio como nuevo reto para evitar con dignidad que no desapareciera jornada tras jornada entre la desesperanza y la rutina la salud que a duras penas conservaba afianzando escasos achaques.
Entre todos, escogí los únicos que se pueden ejecutar sin dependencia de compañeros o contrincantes, son baratos y no están sujetos a ser practicados en instalaciones especiales u horarios concretos, así que me decante por la bicicleta y las carreras de fondo aunque tuve que aplicar cierta disciplina para superar mi enorme desaliento ante la fatiga.

Ahora, he llegado a un punto en que cada vez que corro o cojo la bici, lo hago sin la preocupación por el agotamiento. Casi nunca propongo un destino concreto, solo salgo con la presunción de salvar lo que soy y lo poco que tengo.
Me considero igual que un viajero con muy poco equipaje subido a mi propio tren, con la única necesidad de pasar deprisa por todas las estaciones.
Es como si el mundo en el que vivo estuviera lleno de amenazas y lo que cada día físicamente he conseguido salvar, fuera suficiente garantía para tratar de no perderlo al día siguiente.

El tiempo contra el que compito, es el maquinista impío de este tren, que en cada salida, me va regalando esta metamorfosis física de la que trato de defenderme, pero que en este vericueto de vida me va transportando irremediablemente hasta la última transformación donde ya solo quedará disfrutar, con una mínima complacencia, de ese paisaje que no podré sobrepasar.

Cuando voy por la montaña o entre bosques, es cuando más disfruto. Allí se depura mi mente con el extravío de estos pasos, en muchas ocasiones errabundos, pero, que al fin terminan en la misma espesura de la desorientación y la extenuación.
El rumor de los torrentes disuelve en la conciencia cualquier ocupación mental o moral, mientras todo se convierte en cobijo del cansancio y a la misma vez el ruido del agua y la belleza del paisaje predicen el alivio físico del cuerpo, que se satisface, simplemente, con el sosiego de la contemplación de este extravío o huida de todo lo innecesario.

En estos momentos de extenuación y de perdida en el paisaje, me doy cuenta de que nada puede ganarse en la soledad, únicamente, la confirmación de que no existe una meta. Si acaso, la ilusión de desaparecer.
En este desvarío, es donde he llegado a entender que la felicidad solo es un lugar indefinido que cuando se ha visitado, pierde su entidad real y se convierte en una especie de vitola o marca de un recuerdo o añoranza, y después de este efímero instante de inmensa felicidad lo único que permanece es la tranquilidad de haber estado allí. No es mas que una quimera engañosa, quizás, únicamente efectiva y real en estos momentos de ensimismamiento y debilidad que sobrevienen justo cuando el cuerpo en el abatimiento de ese último esfuerzo, vence al reto.

Concluido el ejercicio, y ya algo mas cercano a la sustancia de mi verdadero rostro, me veo en el espejo como un dibujo difuminado, que podría ser de mi juventud, o de cualquier otra época, y me digo a mi mismo, que las persona nunca dejamos de ser lo que fuimos, ni dejaremos de ser lo que somos, soñemos lo que soñemos o corramos lo que corramos.




domingo, 20 de enero de 2019

Noches como esta.



La vida, debería ser solo, algunas noches.
Noches como esta,
eternas, intensas e irreales
con ese sabor amargo que otorga lo efímero
y sabor venenoso del pecado
-como si fuésemos jóvenes
como si aún pudiésemos malgastar
tiempo impunemente.

Las noches como esta,
convertidas en memoria de la juventud.
Como si despertara una vieja pasión,
como si volviesen de nuevo otras noches
para herirnos con el arma de la envidia
por todo cuanto fuimos y vivimos
y que aún a veces nos tienta
con su insolencia.
Porque esas fueron la verdadera vida.

Y lo fueron tal vez, porque el recuerdo
las salva concediéndoles el derecho de fusionarse
en una sola noche irrepetible,
donde el mundo se postró a nuestros pies
en aquella altiva adolescencia.

Larga noche de frío y de nieve,
que la memoria te la guarde como yo te guardo,
con brillos de cohetes de verbena,
en ese cielo negro donde flotan
adolescentes muertos, deseos imposibles.