sábado, 16 de julio de 2011

Los nosotros enterrados.


No sé por qué fue en Nueva York, donde me despojé de un nuevo cadáver. Tal vez fue simplemente la fecha correcta en la que uno da por perdida la batalla entre la madurez y la vejez, o tal vez el desamparo de la soledad en una ciudad tan llena de calles vivas, de edificios vivos, de muertos vivos y de fantasmas.
Lo cierto es que allí quedo otro de mis cadáveres y en su entierro sonó Tom Waits
Uno llega a acostumbrarse a morir, de hecho se muere muchas veces en una vida. Muere el bebé y se convierte en niño, para morir de nuevo y quedar sepultado en la distancia remota de la adolescencia, y este adolescente vuelve a morir pasando a ser joven sin quedar más que vagos recuerdos, alguna inquieta vergüenza y poco más.
El difunto adolescente quedó sepultado en alguna oscura carretera tras amar en el asiento trasero de algún cadillac solitario.
El joven que fui también falleció al amparo de la madurez, del asentamiento de las sombras y las dudas, de la implantación de las normas, del respeto al código de circulación, del merecido salario, de las razones de peso de los proverbios chinos y de la obediencia debida.
En Nueva York acabó muriendo mi yo maduro. Allí,  al cobijo de una ciudad nueva y moderna, muerta ya como el joven que yo fui y ahora convertida en una ciudad con la estola de vieja pero no antigua, carente de esa solera que da el tiempo pero con la ostentación del abandono y el descuido que solo los ancianos se pueden permitir.
Esta vida no es más que un continuo re-morir, o tal vez renacer, qué más da. Al final todos los caminos nos llevarán a Roma o a Nueva York.

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