Tan solo un saludo, simplemente levanto la mano desde lejos y hago una pequeña mueca de aprobación. Sigo siendo demasiado tímido. He dejado la puerta abierta y me fascina que alguien entre a husmear a casa, me irrita el atrevimiento, sin embargo esto es público y si lo puse o expuse aquí no es sino para vencer mi terca soledad interior.
Sea pues. Se bienvenido.
Hasta la fecha ha sido difícil este no morir y estoy seguro de que a estas alturas a pesar de mis esfuerzos ya ocuparé los lugares para mi reservados en el escalafón de muertos enterrados en el olvido de personas con las que algún día me crucé por este mundo.
Esto de ser muerto, no es una cosa que me agrade, pero tampoco me disgusta. Lo digo con resignación pero sin conformismo alguno.
Bien es cierto que ahora puedo hablar, porque me ampara la evidencia de generar sombras que se mueven. Aunque unas veces sean más claras y otras más oscuras.
Será defecto de este animal haber ocupado demasiados espacios ajenos en todos estos años vividos. Unos espacios, donde las huellas que un día quedaron marcadas, van siendo borradas por el paso del tiempo, aunque siempre quede un poso de nostalgia o melancolía capaz de conformar un mínimo recuerdo, que a veces nos cae sin motivo alguno.
En mi vida ha habido demasiadas mudanzas, tantas despedidas que al final uno llega a aprender que cuando se marcha, lo mejor es despedirse a sabiendas de que ya nunca se va a volver, que cualquier reincidencia, es una pequeña prorroga en la agonía de lo inevitable.
La experiencia con todos mis buenos amigos, me dice que es mejor acabar con toda esperanza de continuidad en este punto donde la separación hace insostenible la amistad.
Con ese sentimiento me he despedido siempre y ayer me toco de nuevo hacerlo. Esta vez de un amigo con el que cené porque hoy se marchaba a vivir a Italia.
Cuando nos despedimos, le abracé conmovido por ese enorme sentimiento de perdida que uno siente ante lo definitivo, Ante sus promesas y rogativas de visitas y encuentros evité ser sincero.
Evité decirle, que ya no sería lo mismo. Que lo mejor sería conformarse con lo que nos queda sin quebrantarlo con apósitos añadidos.
Simplemente dije, "ya veremos".
Lo cierto, es que ya nunca me volverá a parecer que sea tan tarde a las nueve y media, como ayer a las nueve y media.
Teníamos una casa situada en las afueras del pueblo, en un pequeño prado, Una casa orientada a la sombra de un manzano que plantó mi abuelo.
Un manzano, que aparece en multitud de fotos de mi infancia porque siempre estuvo ahí, en mitad del prado, incluso antes de que se construyera la casa.
En la niñez donde todo se engrandece, me parecía extraordinariamente alto, aunque según fueron pasando los años, mientras yo crecía, el árbol conservaba siempre la misma altura hasta que llegó un día en que me dejó de parecer tan grande.
Tenía una amplia copa que administraba sombra y sosiego en las horas más quietas y tórridas del verano y también tenía un columpio, donde solo vi mecerse años de abulia y apatía.
El árbol nos daba cientos de manzanas pequeñas, verdes y duras que a penas comíamos. Mi abuelo las recogía y amontonaba en el garaje hasta que poco a poco empezaban a estropearse. Solo entonces, se las echaba a las gallinas.
Cuando eramos niños, recuerdo como mi abuelo nos llevaba a todos los hermanos hasta su manzano. Allí, bajo su sombra,nos contaba fabulosos sucesos que oíamos embelesados. Se sentaba apoyando la espalda contra su tronco, liaba un cigarro y comenzaba unas historias que casi siempre giraba en torno a ese árbol. Como, por ejemplo, la del día en el que encontró entre sus ramas un pequeño nido con tres huevos, dos verdes y uno azul, se los llevó e incubó durante una semana y de ellos salieron dos culebras y un cuco. Otra trataba de un zorro que venía a comerse las manzanas porque al ser tan viejo se le habían caído casi todos los dientes y sin dientes ya no podía cazar ni gallinas, o la historia de la garduña glotona a la que le gustaba tanto comer ratones que por las noches venía a meterse en un agujero del árbol y por arte de magia, se transformaba en lechuza para poder seguir cazándolos toda la noche.
Un buen día, mi abuelo nos dijo que el manzano tenía una enfermedad producida por un hongo llamado Botryosphaeria.
Una plaga que trasformaba el verde de sus hojas en un marrón blanquecino y hacía que las ramas se quebraran con facilidad.
Desde ese día, veía a mi abuelo dar vueltas en torno al árbol, recogiendo una hoja de vez en cuando que observaba con tristeza para después dejarla caer de nuevo al suelo. Miraba y acariciaba su tronco sin atreverse a decirle nada, por ese sentido del ridículo que tienen tan incrustado los hombres de campo.
Los observaba desde la cocina. Allí, en mitad del prado estaban los dos, hombre y árbol.
En ese momento me empezó a invadir una terrible angustia, al pensar que en la siguiente foto, alguno de los dos ya no estaría.