Cada vez me sorprende más la singular manera en que los enigmas se nos muestran claros y diáfanos cuando son comprendidos.
La trascendencia de los pasos que se acercan y al mismo tiempo que se alejan, la duración relativa de un segundo que puede ser a la vez tan eterno como efímero. La relevancia de una gota de agua tan definitiva para la planta en el desierto como insolvente para el alga marina.
El borde entre dos sucesos. Aquello que limita el presente y pasado o la frontera entre presente y futuro. Todo se va procesando poco a poco, como el escultor cincela y encuentra la escultura escondida en la roca.
Observo como se miran entre si las cosas; las puertas enfrentadas, las rocas y el mar, los árboles y la hierba, las nubes y las montañas.
Veo la tensión que limita el umbral entre lo que entiendo y lo que no soy capaz de comprender.
No es posible que exista un devenir exclusivo, nada está completamente aislado. No hay nada propio, solo somos como la simpleza del sonido de unos pasos que para unos vienen y para otros se van. Una conciencia acumulada, un pasado excesivo.
Una vez comprendido esto, sé que, realmente, no soy yo, ninguno somos nosotros. Solo seremos cuando aprendamos a mirar como se miran entre si las cosas.
Caigo rendido ante esta forma en que algo convierte su compleja dificultad en fácil y comprensible una vez entendida la naturaleza de su estructura.
Lo sustancial de las cosas, de los seres,o de los acontecimientos, se reduce a una irrelevante trasformación, a un lenguaje inmaterial y atemporal que modela la existencia del Todo.
Somos seres exteriores llenos de interiores, que salimos al umbral de nuestra existencia a intentar resolver un diminuto enigma o misterio que es la trascendencia del peor secreto que ocultamos en la penumbra del anhelo.