Sin prejuicios, fui a mi primera romería apartándome de todo convencionalismo y sin hacer ascos a los 40 grados a la sombra, que en verano caen a saco por estos secarrales.
Estrené el rustico traje de serrano que, para mi desgracia, venía con todos los complementos: Pantalones de pana gorda, camisola de franela y manga larga, pañuelo al cuello, sin escatimar en la faja de seis vueltas bien apretadas, calcetines gordos y por supuesto, la insustituible boina de lana con rabillo.
Tras el impagable esfuerzo de madrugar en domingo, comienza esta jornada cuando todavía no son las ocho con un indescriptible estruendo de dulzainas y tamboriles.
El sonido punzante de la dulzaina y la poca destreza de los músicos empiezan a insinuar la terrible tortura a la que vamos a ser sometidos durante el resto del día.
Los más animosos, aparentemente disfrutan danzando una monótona y repetitiva jota cuyo baile consiste en dar dos pasos para adelante, otro para atrás y después un giro completo. Suelen ser mujeres y no empiezan a beber hasta más tarde. Sus rostros muestran una especie de contractura mística, según me dicen, por el miedo dejar en evidencia la falta de enjundia de tan poco ensayo.
Lo peor, es que una vez metido en la rueda del baile, uno está obligado a completar el recorrido que, a pesar de no ser muy largo, se convierte en el camino al mismísimo infinito.
Los hay menos entusiastas, normalmente hombres, que, sin ninguna gracia, beben vino de las botas. No lo hacen con el afán de calmar su sed, la mayoría bebe para mostrar su destreza a la hora de dirigir el chorro, como si se tratara de un concurso de niños orinando en algún agujero.
Por último, los músicos que deben escogerlos entre las personas con la audición mermada o definitivamente sordas. Estas personas son inmunes al desaliento, inagotables fuelles que soplan una y otra vez la misma melodía convirtiendo en mártires a todos los que los van padeciendo en santa campaña.
Así empezó esa mañana de romería, vislumbrando con el ánimo compungido, la jornada que nos esperaba y la tremenda elasticidad de la que hacen gala las horas según que situaciones.
Tengo que admitir que mi único error fue ceder al capricho de otros y participar voluntariamente en tal evento, sin embargo, viendo que mi presencia allí solo podría acarrear males mayores, decidí huir de aquel insufrible castigo antes de ceder a la tentación de matar a algún "soplagaitas" de esos que por allí desfilaban con sus sonrisas impávidas como si disfrutaran de tamaña tortura.
A la hora del Ángelus, en medio de aquella solana, con la boina bien enroscada y mi flamante traje de paleto, me fui, muy despacito y sin hacer ruido, hacia ninguna parte siguiendo las líneas de aquella abrasadora carretera.