Tengo que confesar que
siempre tuve grandes dificultades a la hora de elegir. Nunca sé que será lo más
conveniente y por eso pierdo gran cantidad de tiempo imaginando los derroteros
por los que me llevarían cada una de las elecciones posibles.
Esta carencia me ha
convertido en un avezado disimulador o si lo prefieren un ser de los llamados
cínicos vergonzantes.
A veces, para evitar
elegir, me da por buscar refugio de la realidad, en ese tiempo indefinido e
impío en donde los muertos tienen más voluntad que los vivos.
Me refugio en
fantasías, en remotos lugares de mi cabeza, donde la vida solo consiste en
estar sin otra expectativa que no sea la inevitable transformación en vegetal o
mineral.
Al fin y al cabo, la
imaginación es una especie de guarida, o al menos, un lugar más o menos
concreto, donde la averiada voluntad o la falta de intereses se disimulan mucho
mejor. Fíjense ustedes hasta donde llega la cosa, que ya llevo tiempo con la
concepción de la vida como algo absurdo, demasiado dirigida y enquistada.
Esta inquietud, poco a
poco va minando mi maltrecho cerebro y estoy dispuesto a salir de este juego
pero sin otra precipitación del que simplemente, quiere irse.
Creo firmemente que
hay un proceso de absorción y manejo mental del que todos somos cómplices. En
él, los individuos desarrollan sus potenciales, sentidos y habilidades con un
único objetivo, garantizar la continuidad del sistema o de la vida que les ha
tocado en suerte.
Este es un proceso de
somatización que comienza en el mismo momento en que nacemos para asegurar así
el éxito en la correcta formación de personalidad, conducta, e identidad del
individuo.
La primera lección que
nos enseñan es que para preservar "lo nuestro" (que es lo bueno), hay
que destruir toda amenaza, es decir, todo lo que sea distinto (que es lo malo).
Si no fuera así, ¿qué
sentido tendría el hecho de que incluso el amor se pueda transformar en odio?
Trabajo absurdo el que
nos toca. ¿No les parece?
Menos mal que a un
servidor todavía le queda el pueblo y las cabras.
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