Teníamos una casa situada en las afueras del pueblo, en un pequeño prado, Una casa orientada a la sombra de un manzano que plantó mi abuelo.
Un manzano, que aparece en multitud de fotos de mi infancia porque siempre estuvo ahí, en mitad del prado, incluso antes de que se construyera la casa.
En la niñez donde todo se engrandece, me parecía extraordinariamente alto, aunque según fueron pasando los años, mientras yo crecía, el árbol conservaba siempre la misma altura hasta que llegó un día en que me dejó de parecer tan grande.
Tenía una amplia copa que administraba sombra y sosiego en las horas más quietas y tórridas del verano y también tenía un columpio, donde solo vi mecerse años de abulia y apatía.
El árbol nos daba cientos de manzanas pequeñas, verdes y duras que a penas comíamos. Mi abuelo las recogía y amontonaba en el garaje hasta que poco a poco empezaban a estropearse. Solo entonces, se las echaba a las gallinas.
Cuando eramos niños, recuerdo como mi abuelo nos llevaba a todos los hermanos hasta su manzano. Allí, bajo su sombra,nos contaba fabulosos sucesos que oíamos embelesados. Se sentaba apoyando la espalda contra su tronco, liaba un cigarro y comenzaba unas historias que casi siempre giraba en torno a ese árbol. Como, por ejemplo, la del día en el que encontró entre sus ramas un pequeño nido con tres huevos, dos verdes y uno azul, se los llevó e incubó durante una semana y de ellos salieron dos culebras y un cuco. Otra trataba de un zorro que venía a comerse las manzanas porque al ser tan viejo se le habían caído casi todos los dientes y sin dientes ya no podía cazar ni gallinas, o la historia de la garduña glotona a la que le gustaba tanto comer ratones que por las noches venía a meterse en un agujero del árbol y por arte de magia, se transformaba en lechuza para poder seguir cazándolos toda la noche.
Un buen día, mi abuelo nos dijo que el manzano tenía una enfermedad producida por un hongo llamado Botryosphaeria.
Una plaga que trasformaba el verde de sus hojas en un marrón blanquecino y hacía que las ramas se quebraran con facilidad.
Desde ese día, veía a mi abuelo dar vueltas en torno al árbol, recogiendo una hoja de vez en cuando que observaba con tristeza para después dejarla caer de nuevo al suelo. Miraba y acariciaba su tronco sin atreverse a decirle nada, por ese sentido del ridículo que tienen tan incrustado los hombres de campo.
Los observaba desde la cocina. Allí, en mitad del prado estaban los dos, hombre y árbol.
En ese momento me empezó a invadir una terrible angustia, al pensar que en la siguiente foto, alguno de los dos ya no estaría.
Chapeau!!!
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