Tan solo un saludo, simplemente levanto la mano desde lejos y hago una pequeña mueca de aprobación. Sigo siendo demasiado tímido. He dejado la puerta abierta y me fascina que alguien entre a husmear a casa, me irrita el atrevimiento, sin embargo esto es público y si lo puse o expuse aquí no es sino para vencer mi terca soledad interior.
Sea pues. Se bienvenido.
Últimamente, cuando paseo por estas calles tan llenas de viandantes, me da por suponer cual será la vida real de esos otros paseantes desconocidos.
Esto me divierte porque me lleva a interpretar la realidad de un único instante de muchas formas diferentes, aunque jamás me aventuraría a asegurar que alguna de ellas sea la auténtica.
Desde que me entretengo con este juego de fantasía, me he dado cuenta que la palabra, "Realidad" siempre deberá ir entre comillas.
Tan sólo los idiotas pueden creer en un mundo absolutamente real.
Lo único que se puede entender por real esta dentro de cada enigmático ser que observa y lo peor de todo es que ninguno suponemos que nosotros como observadores, somos también seres imaginarios.
Peter Pan soñó la desgracia. Ese sueño se lo guardó como un secreto inexpugnable y, a la vista de lo que iba a sucederle no andaba errado.
El sueño de la desgracia,es suficiente para quitar de la circulación a un hombre, lo sueñas y muchas veces, es la verdad del sueño la que acaba imponiendose a la verdad de la vida.
Pero lo que le sucedió a Peter parece más propio de un soñador inexperto. Un ser acorralado por el temor, recluido para defenderse de la desgracia soñada, entendiendo que esa desgracia es un presagio irremediable.
Peter Pan, había soñado que se hacía viejo. Con el tiempo, no fue capaz de dominar el resultado de lo que soñaba, un dominio que algunas veces establecía con el olvido, pero cuando el habito del sueño puso en su sitio las cosas soñadas, el hábito de la vida empezó a poner en su lugar a la propia vida.
La vida que Peter Pan quería, no era una existencia en la que todos los días fuesen iguales y las horas se contabilizasen con las mismas necesidades y parecidas satisfacciones, él quería seguir volando más allá de Nunca Jamas.
Pero en su sueño, Campanilla se se había mudado al mundo de Aquí y Ahora. Campanilla estaba harta de iluminar con chispas todos los caminos de vuelta, se cansó de desperdiciar su magia para volar juntos, de ser hada para nada.
Peter Pan, por lo tanto, nunca más volvería a volar y su vida se trasformaría solo en la lentitud de la costumbre.
Lo que tenía Peter Pan, no era un mal del cuerpo, ni siquiera del alma. Tenía un mal parecido al de esos pájaros que dejan de volar porque presienten que van a caer.
Además de ese presentimiento de los pájaros locos, Peter Pan sufría de un maldito sueño, una vida equivocada, arrugas y canas, muchos años y una cesta llena de soledad y desamparo.
Los hombres, a veces, somos más complicados que los bichos.
Dicen que el aburrimiento mata, y eso debe ser cierto, porque en estas horas de tedio y desgana, me ha dado por elucubrar historias insustanciales y huecas a sabiendas de que el único beneficio que generan, es una humilde lástima por este futuro que me espera y que cada vez, ocupa con más holgura los espacios propios de la inquietud.
En esta tarde desorientada, una única obsesión ocupa mi cabeza . Hoy, me gustaría saber como sería mi entierro.
Procuraría ser un muerto un poco más ejemplar de lo que he sido hasta ahora.
No se me ocurre nada más adecuado que un velatorio animado, con gente que se divierta contando esos chascarrillos y chistes propios para estas ocasiones.
Total, para un último día que se está de cuerpo presente, es preferible hacerlo con la mejor disposición posible.
Hay gente que me gustaría que estuviera y también otra que no.
No me gustaría ver por allí a mi madre. Andaría como una penitente, muy angustiada llorando todo el rato y no me gusta ver a mi madre llorar, pero mis hermanos si me gustaría tenerlos de velatorio. A los dos. En caso de tener que determinar alguna propuesta o resolver algún imprevisto, la eternidad en su resolución, no se apiadaría de mí y llegaría de cuerpo presente y sin enterrar hasta el juicio final.
No me gustaría que estuviera la única mujer que lo fue de mi vida. Es que una vez difunto, ya no sería la mujer de mi vida y siendo yo ya un muerto, no podría decir "te quiero". Me vería obligado a resucitar, pero me han dicho que la resurrección entraña un altísimo coste que un muerto primerizo no se puede permitir.
Mis hijos si deberían venir a despedirse, no por el qué dirán, que también, sino por enmendar alguna de esas otras despedidas que solventaron con un adiós menguado por el "ya vendrá".
Debería haber algunos amigos, no muchos, solo los que hacen que sea capaz de recordar dentro de su memoria.
Charly, mi perro, tendría allí su hueco, hasta que empezara a ponerse pesado con los invitados.
Mi loro Cosme, no tengo muy claro si preferiría verle por allí o en su higuera ajeno a mi defunción. Es que últimamente me ha cogido manía y en cuanto me descuido me pica los pies.
Siendo cadáver no veo posibilidad de defenderme de este pájaro traicionero, aún así, le dejaría que se quedara, al menos un rato, siempre que se cuidara de acercarse a mis pies, de decir impertinencias y guardara la compostura y el respeto debido.
Pondría música de la buena, unas cuantas baladas heavys, algo de Soul y mucho Blues.
Habría dispuestas unas botellas de vino blanco o rosado, unos platos con avellanas y almendras, montoncitos de regaliz y por si acaso unas onzas de chocolate.
Unos cuencos de arroz con leche con mucha canela, también un par de botellas de Jack Daniels y una cafetera llena de café espeso y negro como a mi me gusta. y por supuesto una tetera con Earl Grey tea (pero el que se pone en el colador, no el de las bolsitas).
Algunos cigarros (pero pocos), solo los que más me gustan, esos que acostumbraba a fumar tumbado en el tejado las noches de luna y estrellas.
En las paredes, colgadas unas pocas fotos. Lógicamente, una pequeña selección entre todas las que hice. Serían unas fotos sin localización concreta ni fecha determinada.
Unos las mirarán con interés y otros ni siquiera las verían pero algo de mi estaría en cada una de ellas observándolos a todos.
Dejaré unas zapatillas al lado de la entrada, mirando hacia la calle, como si quisieran ir a correr. También estaría por allí en medio mi Mondraker con sus mas de 40.000 km a cuestas y si la encontrara, me gustaría, llevar puesta la boina que perdí hace tiempo.
Después, cuando todos se hubieran marchado, sacaría tiempo de algún lado para comprobar que todos mis reproches a tanta soledad, no tenían base ni fundamento, Nunca se está realmente solo hasta que se tiene la certidumbre de que nunca se dejará de estarlo.
A un muerto, solo le queda tiempo y soledad.
Tiempo para estar solo, soledad para recordar hasta las historias más insustanciales y huecas, a sabiendas de que el único beneficio que generan, es una humilde lástima por este pasado que cada vez ocupa con más holgura todos los espacios......
La luna esta llena y yo la observo en su movimiento con la añoranza de seguirla, pero tengo que parar, estoy cansado, eso es todo.
Antes de detenerme, aun queda tiempo de recrearse en el trayecto recorrido.
Un largo itinerario que fue de lo más interesante, pasó por penas y alegrías, sufrimientos y placeres. Muchos recuerdos (buenos y malos) que aún en la distancia, se mantienen.
Me entristece saber que al llegar a la última parada, solo nos queda esa obligación a la que todos estamos sometidos, de tener que dejar la maleta de los recuerdos, en la consigna del olvido.
Como todo en este mundo, la memoria tienen su propia obsolescencia y desaparecerá irremediablemente al llegar a esa última estación llamada Nada, a donde todos los caminos llegan y desde donde ninguno parte.
No se puede decir que este periplo haya sido ni largo, ni corto, finaliza justo cuando el espíritu del viajero se empieza a resentir. La velocidad va descendiendo paulatinamente hasta que entra el vértigo del la quietud y la calma.
No se encuentran alternativas que superen lo ya recorrido ni se tiene intención de buscar otros parajes que aventajen en algo a los que ya se conocen.
Es hora de enterrar aspiraciones y proyectos. Dejar que pase el tiempo, que, al fin y al cabo, también es un viaje de inevitables paradas: antes, después. Ahora, nunca. Principio, fin.
En algún momento el viajero se sentirá perdido o desorientado ya que el sosiego de la quietud no es su hábitat natural, aún así el viaje continua por sendas de recelo y alarma.
Es el miedo a permanecer, el miedo a seguir.
Un día, no muy lejano, acabarás sabiendo lo que cuesta amanecer -me dijo el sol-.
Surge una extraña nostalgia por ese último día que vencieron las sombras. Se genera un desasosiego, una gran inquietud por afrontar la realidad de una vida, en la que todos los días comienzan y finalizan marcados por este rumbo donde no existe variación posible. Este, oeste, esplendor, declive, luz y sombra.
Cuando este desaliento llega, no es difícil enredarse entre las sabanas quedando ahí derrotado, con la mirada perdida en algún lugar de la habitación, que ya se habrá convertido en una estancia enorme y vacía.
Suena tu propia respiración como suspiro cansado y profundo, mientras un atormentado pensamiento retumba diciendo: "Otro día para nada".