La luna esta llena y yo la observo en su movimiento con la añoranza de seguirla, pero tengo que parar, estoy cansado, eso es todo.
Antes de detenerme, aun queda tiempo de recrearse en el trayecto recorrido.
Un largo itinerario que fue de lo más interesante, pasó por penas y alegrías, sufrimientos y placeres. Muchos recuerdos (buenos y malos) que aún en la distancia, se mantienen.
Me entristece saber que al llegar a la última parada, solo nos queda esa obligación a la que todos estamos sometidos, de tener que dejar la maleta de los recuerdos, en la consigna del olvido.
Como todo en este mundo, la memoria tienen su propia obsolescencia y desaparecerá irremediablemente al llegar a esa última estación llamada Nada, a donde todos los caminos llegan y desde donde ninguno parte.
No se puede decir que este periplo haya sido ni largo, ni corto, finaliza justo cuando el espíritu del viajero se empieza a resentir. La velocidad va descendiendo paulatinamente hasta que entra el vértigo del la quietud y la calma.
No se encuentran alternativas que superen lo ya recorrido ni se tiene intención de buscar otros parajes que aventajen en algo a los que ya se conocen.
Es hora de enterrar aspiraciones y proyectos. Dejar que pase el tiempo, que, al fin y al cabo, también es un viaje de inevitables paradas: antes, después. Ahora, nunca. Principio, fin.
En algún momento el viajero se sentirá perdido o desorientado ya que el sosiego de la quietud no es su hábitat natural, aún así el viaje continua por sendas de recelo y alarma.
Es el miedo a permanecer, el miedo a seguir.
Y en esa inevitable parada del viajero, después de las lágrimas por aquello que ya no se volverá a transitar, toca sentir el aliento de la propia impermanencia.
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